Los casos de agresión a mujeres, que ahora se conocen más --pues las víctimas, afortunadamente, están tomando conciencia del problema y lo están denunciando--, constituyen otra clarinada sobre la grave crisis que abate al hogar.
El problema se incuba allí donde --se supone-- padre, madre e hijos deben estar en comunión; en el lugar donde deben apuntalarse las bases de quienes luego relevarán a sus progenitores.
Muchas veces es en esa primera escuela donde se planta la semilla de aquella violencia, en tanto se predica y se ejecuta una moral diferente para hombre y mujer: a él, amplios derechos y conducta laxa; a ella, deberes y rígidas restricciones.
Inmerso en un marco de machismo, dentro del cual se le "prepara" para ordenar y mandar, a nadie puede sorprender la tragedia que ahora tan a menudo estamos presenciando. Es el fruto de un individuo incapaz de tolerar disidencia, de poder discutir con normalidad y que no puede aceptar --por ejemplo-- que su compañera gane más, que escale posiciones... mucho menos estar bajo la conducción de una mujer.
Mas no todo es sombra. Igualmente, el hogar es el sitio idóneo para cambiar esa situación. Prédica y ejemplo deben ir de la mano, de modo que en ese entorno íntimo se fomente la cooperación, la confianza y el diálogo para entender que hombres y mujeres somos partes complementarias de un todo: el ser humano.
Cuando eso se entienda y se deje de fomentar esa supuesta antinomia "sexo fuerte-sexo débil", estaremos comenzando a rescatar la paz en nuestras casas y a reivindicar el respeto como valor social.