El euro, la moneda común de la eurozona, en la actualidad conformada por 19 países, comenzó a operar —como unidad de cuenta— el primero de enero de 1999. Recién dejó de ser teenager, pues cumplió 20 años de vida. Mas no ha habido fiesta de celebración porque el esquema enfrenta una serie de problemas estructurales que, si no se atienden con eficacia, podrían acabar con él.
Un poco antes del nacimiento de la unión monetaria, concretamente en agosto de 1997, Milton Friedman, economista de la Universidad de Chicago y premio nobel, escribió un artículo que tituló “El euro: ¿Unión monetaria con división política?”, donde no le auguraba muy buen futuro porque consideró que iba a operar en un entorno inadecuado.
Friedman destacó las condiciones ideales para que la moneda operara a cabalidad. Con la adopción de una moneda común, señaló, los países o regiones geográficas perdían un grado de libertad económica, pues renunciaban a la posibilidad de ajustar el valor externo de sus medios de pago si las condiciones internas o externas lo requerían. Por tanto, los que adoptaran el euro debían asegurarse de que sus economías operaran al unísono, particularmente en lo relativo al manejo fiscal, y que no estuvieran expuestos a choques asimétricos, es decir, golpes que afectaran a unos, pero no a otros.
Si lo anterior ocurría (por pérdidas consecuencia de fenómenos naturales como sequías o inundaciones, insurrección social, deterioro de los términos de intercambio, etc.), el esquema sería capaz de socorrer a los afectados, mediante, por ejemplo, ayudas financieras de un ente central, movilidad laboral, etc.
Los estados que conforman los Estados Unidos cuentan con un gobierno federal que lleva a cabo esa función; también opera allí amplísima movilidad laboral y, por eso, todos los estados funcionan sin problemas usando el dólar como moneda común. Pero, señaló Friedman, en la eurozona, eso no ocurriría, pues los países que la conformarían son muy disímiles y no poseían la unión política necesaria para operar en la forma debida.
Los objetivos pretendidos al adoptar el euro, escribió Friedman, son “unir estrechamente a Francia y Alemania para evitar una futura guerra europea y fijar las bases de lo que podría denominarse los Estados Unidos de Europa”. Pero consideró que el euro iba a tener los efectos opuestos. “Va a acentuar las tensiones políticas regionales, al convertir choques asimétricos, que podrían ser asimilados con variaciones en los tipos de cambio, en problemas políticos. Una unión monetaria impuesta bajo condiciones desfavorables va a constituir una barrera para lograr la unidad política”.
Acierto. El tiempo parece haberle dado la razón a Friedman. La eurozona está hoy dividida en dos: los países austeros del norte y los gastones y endeudados del Club Méditerranée, entre los que destacan Grecia e Italia.
Los primeros, entre ellos la poderosa Alemania, se resisten a actuar como fiadores de las deudas de los segundos (el endeudamiento de Italia equivale a un 130 % de su PIB y el de Grecia anda por el 180 %) y solo están dispuestos a apoyarlos financieramente con la condición de que pongan la casa en orden. Pero en Grecia e Italia se considera que el euro se ha constituido en una camisa de fuerza, que les impone una serie de condiciones lesivas, “austeridad” de la que están cansados y les impide crecer.
El desempleo en Italia está en un 11 % de la población económicamente activa, el de Grecia ronda el 19 %, mientras que en Holanda y Alemania las relaciones son 4,4 % y 3,3 %, respectivamente. ¿Cómo enfrentar los problemas del Club Med?
Friedman sugirió dos opciones. La primera es: conformen una unidad política verdadera, que además de contar con el Banco Central Europeo tenga un ministro de Hacienda con autoridad sobre toda la zona euro. La otra es: vuelvan a sus monedas anteriores y dejen que los ajustes en el tipo de cambio — muy probablemente devaluaciones— se encarguen de corregir los malos manejos que tengan internamente y que atenten contra su competitividad internacional. También, acepten que las tasas de interés que operan sobre sus deudas deben reflejar los riesgos que sus economías aparejen.
Colección. En mi primer viaje a Europa, en 1972, entré por Múnich. Como no entendía mucho de lo que me decían al pedir la cuenta en restaurantes y en otros sitios, opté por pagar con billetes de relativamente alta denominación para que más bien me dieran vuelto.
Al poco tiempo había acumulado un montón de monedas y billetes, algunos muy artísticos, lo que me llevó a coleccionar los de los países que visitara. Terminé con marcos, pesetas, liras, coronas y francos, entre otros, que pasaron a la historia económica en enero del 2002, cuando comenzaron a circular los billetes y monedas del euro y las que fueron sustituidas perdieron su poder de compra.
Pero pienso que no es improbable que, en un futuro no muy lejano, en Italia las compras se paguen con nuevas liras y en Grecia con nuevos dracmas, que podrían también interesar a otros coleccionistas, independientemente de si simpatizan con el padre intelectual de los Chicago Boys o no.
El autor es economista.