Festival de luz y un disco rayado

El autor deja la economía de lado para escribir sobre las bellas noches de verano en Costa Rica y cómo su placer es sentarse a ver las estrellas con un baguete, jamón y queso, y un buen vino tinto.

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“Amor mío, tu rostro querido/no sabe guardar secretos de amor”, decía una linda canción que interpretó, tiempo ha, el recién fallecido Lucho Gatica. Yo la tenía en un viejo disco LP (long play), de acetato, que en el tocadiscos solía repetir dos, tres y más veces “no sabe guardar secretos de amor”. ¡Se rayó el disco! En efecto, el canal tenía una irregularidad que hacía a la aguja volver a un mismo lugar y repetir esa parte.

A los seres humanos muchas veces nos pasa algo similar, pues volvemos a una situación una y otra vez. Por esta época, alrededor de las 9 p. m., a mí me gusta salir a contemplar la bóveda de miles de estrellas que durante las noches veraniegas de Costa Rica iluminan el cielo.

Para tal propósito, me apero con un pedazo de pan baguete, queso y jamón. Me abrigo, porque donde vivo (en una loma en Pozos de Santa Ana) por esta época, durante las noches, hace frío, lo cual sirve de excelente excusa para, también, hacerme acompañar de un poco de vino tinto.

Y, con un cielo despejado sobre mí, suelo concentrarme en Orión, el cazador, una constelación fácilmente ubicable en el firmamento nocturno. Orión contiene dos de las estrellas más brillantes del cielo (Rigel y Betelgeuse) y un cinturón con tres, ubicadas equidistantes en perfecta fila y que apuntan a la más luminosa: Sirio, el perro, que forma parte de una constelación vecina.

Las estrellas del cinturón tienen nombres raros, pero también se les conoce como Las Tres Marías: María, la madre de Jesús; María, la de Magdala; y María, la hermana menor de Lázaro. Fieles y valientes mujeres que acompañaron al Señor en sus momentos más difíciles.

Ciencia. Pero los astrónomos afirman (¡ay, cómo la ciencia muchas veces le quita el romance a la vida!) que esas tres estrellas no están juntitas, como parece al ser vistas desde aquí, pues la distancia que separa a la que más cerca está de la Tierra es significativamente menor que la que la separa de sus otras Marías.

Y yo contemplo cómo, lentamente, avanzan hacia el oeste todas las luces celestiales, como si quisieran también complacer a otros admiradores allende el mar. Claro, nos dijo Galileo, no es que el firmamento gire; es la Tierra la que lo hace. Pero, para los efectos, igual da. Y conforme más contemplo esa inmensa bóveda, y cuánto más astrónomos (y astrólogos) confirman lo grande y misterioso que es el universo, solo pienso en un escrito que vi en el arco de una pequeña puerta de un templo en Dresde, Alemania, que fue casi totalmente destruido por bombas en 1945: Gloria in excelsis Deo et in Terra pax hominibus bonae voluntatis.

Cada año, por esta época, cual disco rayado, vuelvo a disfrutar, noche tras noche, las maravillas del cielo estrellado del hemisferio boreal. Sé que en algunos lugares al sur del Ecuador, como Chile, algunas otras estrellas iluminan su cielo. Sin embargo, dudo que tengan algo tan bello como Las Tres Marías y Sirio, que en las noches claras de verano, silenciosamente, desfilan ante las personas de buena voluntad que vivimos por estos lados.

El disfrute de semejante festival de luz celestial requiere ubicarse en un sitio donde no haya mucha luz artificial, como ocurre en las grandes ciudades. Las montañas altas y las costas desoladas del país se constituyen en excelentes puntos de observación.

La sonda. ¿Sabía, doña Mela, que —según informó La Nación— Voyager 2, una sonda enviada desde aquí, acaba de ubicarse a más de 18.000 millones de kilómetros de la Tierra, explorando cosas en el espacio interestelar, donde el Sol ya no tiene influencia? —No, no sabía, ni me imagino qué es una sonda, ni entiendo qué diantres tiene que hacer allá si desde aquí todo se ve tan bonito.

Disculpen, mis queridos lectores, mi insistencia. Pero si Dios me presta más años de vida, es muy probable que vuelva —como disco rayado— a escribir sobre las bellas noches de verano en Costa Rica. Mi disco rayado tampoco sabe guardar secretos de amor.

El autor es economista.