Estrellas, mares y ganglios, somos eso y más

Dependemos del mundo natural tanto como del amor, el cariño, la comprensión y la estima de los otros

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La construcción de la propia persona no es una tarea simple, porque nuestra naturaleza está jaloneada por realidades diversas que han creado un ser abierto, no condicionado por los instintos y susceptible de ser moldeado por las circunstancias.

En otras palabras, somos seres inconclusos que si bien hemos llegado a ser capaces de comprender algo acerca de nuestros orígenes más remotos, siempre nos tambaleamos en incertidumbres en la construcción del futuro.

Sí, nos tambaleamos, porque somos incapaces de controlar las infinitas variables tanto de un universo impredecible que nos afecta como de una libertad individual que nos estremece a punta de emociones, deseos, sueños e incoherencias (de los otros y de nosotros mismos).

Tan vulnerables somos que nos hablamos a nosotros mismos como si fuéramos otro. ¿Acaso no nos sorprende regañarnos, guardarnos rencor, alabarnos, desilusionarnos y hasta soñar con otros posibles escenarios diferentes a los vividos, solo por el simple deseo de imaginarnos diferentes en lo que hemos vivido, experimentado o pensado?

Aquí no hablamos de paranoia, sino de simple normalidad. Una condición tan inherente a nosotros mismos que nos costó siglos verbalizarla en un lenguaje descriptivo y abstracto.

Con todo, ese monólogo es en realidad un diálogo espontáneo de unas mentes que se interrogan sin cesar sobre la finalidad de su existencia. Y no solo eso, que se preguntan el porqué de su actuar y sentir, de su soñar y de su hacer, de su historia y de lo que nunca será. Somos hijos de estrellas que, en su constante tintinear en el cielo nos invitan a ver más allá de nosotros.

Falsabilidad. Es apasionante ver los programas de divulgación científica que nos hablan de la formación del universo y de las nuevas teorías físicas acerca del cosmos y de las relaciones entre materia y energía. Pero cada día nos dicen las redes sociales que hay otros descubrimientos, interrogantes y que se suceden posibles teorías alternativas.

Es cierto que entre los científicos existen ciertos lugares que son comunes a la mayoría de ellos, pero uno de los principios esenciales de la ciencia es su falsabilidad (tal y como magistralmente nos lo enseñaron Karl Popper y, en Latinoamérica, Mario Bunge). En palabras simples, realmente sabemos poco y tenemos que seguir creciendo en comprensión.

Somos hijos de estrellas porque somos el resultado de la interacción de las fuerzas del universo que ha creado el material del cual están formados los astros luminosos, que a su vez han generado polvo, del cual todos venimos gracias a las fuerzas gravitatorias que han hecho posible el fenómeno de los planetas.

Pero, en un plano más existencial, ninguno de nosotros se siente hijo del sol por el simple hecho de que nuestra cultura se ha alejado de las creencias en las dependencias de lo natural sobre el flujo de la historia. Nada más falso que ello, dependemos del mundo natural tanto como del amor, el cariño, la comprensión y la estima de los otros. Es como si el polvo de estrellas necesitara de las corrientes del mar.

¿Dónde se originó la vida? La mayoría de los científicos creen que hemos nacido de un pequeño caldo de cultivo de células orgánicas que comenzaron a reproducirse en el mar. Se pasó de la simplicidad de seres unicelulares hasta la complejidad de seres multicelulares, que poco a poco desarrollaron células especializadas que dieron paso a individuos cada vez más complejos.

Así, del nadar errático se pasó a caminar en tierra firme. Se trata de una explicación que carece de una variable crucial: cómo ocurrió ese cambio. Apenas si tenemos términos que lo describen, pero ninguna prueba contundente. No es el caso detenernos en ello, nuestras imágenes quieren profundizar en otro aspecto del mar.

Primeros pasos. Nos sentamos enfrente de las olas, ¿y qué es lo que percibimos? Además de la inmensidad del paisaje, observamos movimiento, fuerza, caos, anarquía, belleza, color… toda esa sinfonía nos hace adentramos en nosotros mismos, como si nos dejáramos arrullar por ese canto sincrónico de las olas rompiendo delante de nosotros.

¿Cómo pasamos de las estrellas donde todo es silencio al mar donde la melodía de la vida no deja de resonar? En realidad, ambas cosas conviven en nosotros. Así como nos encanta el cielo estrellado y nos sobrecoge la infinitud del cielo, el mar, cual sirena hechizadora, nos lanza de nuevo al lugar donde nuestros primeros pasos como especie comenzaron a cimentarse.

Dejemos, sin embargo, por un momento la poesía y adentrémonos en lo que significa estar condicionados como seres biológicos. Darwin hablaba de la selección natural, que no es sinónimo de guerra, sino de adaptación a situaciones cambiantes.

Desde el clima, la temperatura del planeta, los seres que se alimentan de otros, el equilibrio para mantener ecosistemas hasta la simple caducidad de nuestro sistema de reproducción de células, experimentan la debilidad y la muerte. Mientras las estrellas brillan y las olas rompen en la playa, nacemos, crecemos, nos degradamos y morimos.

Se trata de un ciclo natural que se complica con esa sensación de no completitud que late en nuestro corazón y que nace de nuestra apertura a todo lo que nos rodea. De hecho, llamarnos hijos de las estrellas o del mar no es otra cosa que la verbalización de un deseo de encontrar sentido y dirección.

¿Podemos encontrarlo? En mi opinión no creo que sea posible en su totalidad, porque perderíamos algo esencial de nuestra humanidad: la capacidad de asombro y el deseo de soñar. Es cierto, tratamos de protegernos de los vaivenes del ambiente creado alrededor nuestro, desde las estrellas y su caótico palpitar de energía y materia hasta la incontrolable hambre de los seres orgánicos de mantenerse con vida.

Podríamos llamarnos también hijos de los ganglios. Esas pequeñas glándulas cuya función es proteger a un cuerpo de posibles infecciones y enfermedades. También, todo ello es parte de nuestra naturaleza, pero no es lo único.

Estrellas, mares, ganglios, somos eso y más. Somos también hijos de la utopía, en su sentido etimológico: no somos totalmente de ninguna parte. Es decir, somos proyecto nunca acabado o, mejor, no definido, aunque totalmente volcado a algo inalcanzable. No somos ni estrellas, ni mar, ni solo glándulas, somos todo eso y posibilidad de algo distinto.

Un poco de todo. Es posible que haya personas que no se sientan a gusto con la idea de la no-pertenencia a ninguna parte. Hay quienes prefieren sentirse como las estrellas, productoras de luz, o pensarse revoltosas como el mar, o quienes prefieran refugiarse en espacios para la autodefensa.

Todo ello es parte de la vida, porque de todo ello, todos tenemos un poco. Con todo, sentirse οὐ-τόπος (en un no-lugar) es una condición necesaria para ser humano y para abrirse al misterio de la vida. Tal vez por ello somos una combinación tan particular de tendencias y orígenes, para que no nos encerremos en desfasadas maneras de ver el potencial humano, sino para aventurarnos más allá de los límites que nos autoimponemos.

Me permito poner dos ejemplos muy elocuentes de personajes bíblicos. El primero es Abraham, cuya primera aparición está marcada por un desafío: deja tu tierra y la casa de tus padres y ve a la tierra que te mostraré, le dice Dios. Y el segundo es Jesús, quien después del encarcelamiento de Juan el Bautista se dirige a Galilea, donde gobernaba Herodes Antipas, quien arrestó y decapitó al profeta del Jordán. Ambos son ejemplos de eso que llamo utopía: dejar las seguridades y las falsas ilusiones de orígenes tranquilizantes y protectores, para aventurarse en la compleja realidad de la cual hemos nacido.

No creo que haya mejor definición de la experiencia religiosa profunda que «el desafío de la utopía». Sí, ella es llamado, no una doctrina, un eco de orígenes remotos y de experiencias cercanas (aunque tantas veces contradictorias); es un reto para ser asumido, no una construcción anquilosada por el paso de los años; es la consciencia de la revelación misteriosa de una realidad más grande que la nuestra, no una invención que busca el adoctrinamiento subyugante nacido de la injusticia.

En fin, ser utópico significa entrar en diálogo con esta realidad compleja de la cual formamos parte, aunque se manifieste, humildemente, en el compartir con otro una taza de café, una copa de vino, una buena cena o una refrescante cerveza: todo ello nos habla de estrellas y de mares que esperan ansiosos nuestra disposición a viajar a otras inmensidades.

frayvictor@gmail.com

El autor es franciscano conventual.