Para confirmar la certeza de que somos la especie más inteligente del planeta, nos bastaría con destacar los grandes descubrimientos científicos, las grandes obras de arte, la profundidad filosófica de los grandes pensadores y el buen funcionamiento de algunas de nuestras instituciones más complejas.
No dudamos de que esos logros serían suficientes para convencer a cualquier entidad extragaláctica o sobrenatural de que somos razonables y, por lo tanto, incapaces de urdir inteligentemente nuestra propia destrucción; de que, si en ocasiones adoptamos respecto al futuro una perspectiva pesimista, es porque somos conscientes de habitar un universo físicamente hostil, y no porque algo intrínseco nos impulsa al suicidio colectivo.
Sin embargo, tomando en cuenta que todo cuanto nos mostramos unos a otros tiene la categoría de argumento, también podríamos sentirnos, como especie, atrapados en la demencia. Circula, desde hace varios años, un documento animado cuyo escenario es un mapamundi sobre el cual se despliega un espectáculo de luz y sonido que muestra, mes a mes desde 1945, todas y cada una de las detonaciones nucleares realizadas en el mundo por élites humanas –científicas, políticas y militares– bien reconocidas como inteligentes.
Sí, inteligentes; pero ¿razonables? Una sola detonación experimental precedió a las dos que devastaron Hiroshima y Nagasaki, y hasta la cuenta de ocho todas fueron causadas por los norteamericanos. La novena fue de factura soviética, y a esta siguió un alucinante contrapunto de insensatez que, al finalizar 1998, llegaba a 2.052 explosiones, con un promedio de una cada 10 días.
Esta era la ominosa “tabla de posiciones”: EE. UU. 1.032, URSS 715, Francia 210, Reino Unido 45, China 44, la India 4, Pakistán 2. Las deflagraciones francesas y británicas, así como un número considerable de las norteamericanas, se realizaron fuera de Europa y Norteamérica, pese a lo cual el territorio continental de EE. UU. fue, con creces, el más bendecido por la portentosa pirotecnia nuclear.
Aun admitiendo que el desarrollo de las armas nucleares era inevitable, no habría que morderse la lengua antes de decir que, sobre todo en los casos de EE. UU., la URSS y Francia, la mayoría de esos actos de barbarie fueron técnicamente tan redundantes como exagerados son los arsenales nucleares que aún existen. Todo lo cual bastaría para negarnos la credencial de especie razonable y, más aún, la de especie inteligente. ¿Listos o esperanzados?