“España invertebrada”, de Ortega y Gasset, cumple este mayo 100 años de su publicación. Un libro que no ha dejado de discutirse en los momentos álgidos de ese país, en el de su publicación (antes de acabar 1922 tenía ya tres ediciones), en su transición a la democracia o, recientemente, con ocasión del procés catalán.
Un texto duro, durísimo con España; el ensayo de alguien que cree que la crítica al propio país es una forma superior de patriotismo.
Lo escribe en mal momento. Frustrado y preocupado. El régimen de la Restauración es un cadáver insepulto, la violencia política cunde en Barcelona y todo ello está a solo un año de estallar con el golpe de Estado de Primo de Rivera.
Encima, el gobierno, la casa real y el periódico ABC se han coludido para sofocar su tribuna en el diario El Sol. En Europa (hasta entonces vista por él como la solución para España) no son mejores las cosas: ya se ve el fracaso del Tratado de Versalles, la revolución soviética, el ascenso de Mussolini.
En esas circunstancias, lo que Ortega pretende es entender la crisis de su presente a partir de una interpretación histórica sobre la fallida integración nacional española.
Su tesis es que España adolece de una debilidad vital constitutiva: su base ibérica y romana fue preñada por los más “arromanados” de los germanos. Sin señorío feudal, se formó un pueblo carente de minoría ejemplar suficiente y, encima, aristófobo, reacio a reconocer e imitar a los pocos notables que allí asoman cabeza.
Eso, que facilitó su temprana cohesión estatal y permitió su momento de gloria universal entre los siglos XVI y XVII, explica también su vertiginoso derrumbe.
Carencia de un proyecto ilusionante
Aún más, antes que como nación, España se conformó como unidad política a partir de los reyes católicos y de ahí evolucionó a la forma imperial.
Los esfuerzos del poder público se volcaron al exterior y se descuidó su propia población, que quedó en cuestiones sensibles, como la educación, en manos de la Iglesia. Así, la nación española moderna se conforma tarde y mal. Hasta las guerras napoleónicas y sin una revolución burguesa que estableciera las bases de un Estado laico y moderno.
Si España se está desmembrando, advierte Ortega, es porque los españoles, debido a lo dicho hasta aquí, carecen desde hace mucho de un proyecto ilusionante al cual adherirse y eso se manifiesta en lo que llama particularismo y acción directa.
Hay ahí ideas que no pueden sostenerse hoy, como la del biologicismo alemán de la época, que ya para finales de los años 20 Ortega abandonó. Pero hay otras extraordinariamente fecundas para pensar la actualidad, empezando por esa genial metáfora del título.
Tan actual en la Europa del brexit, en la Argentina de la “grieta”, o en Francia, donde L’Archipel français, de Jérôme Fourquet, fue el libro político del año 2019. Y, por supuesto aquí, en nuestro pequeño país, en el que ya hablamos de “la Costa”, rural y costera, empobrecida, poco educada y conservadora, y la “Rica”, vallecentralina, con mejores ingresos y nivel educativo, y más progresista.
Para pensarnos a nosotros mismos, propongo recuperar cuatro ideas orteguianas que rebaten formas persistentes de pensamiento mágico, antipolítico, larvadas en Costa Rica.
Somos gente estupenda gobernada por corruptos o incompetentes: A Ortega le sorprende “la unanimidad con que todas las clases españolas ostentan su repugnancia hacia los políticos.
Diríase que los políticos son los únicos españoles que no cumplen con su deber ni gozan de las cualidades para su menester imprescindibles.
Diríase que nuestra aristocracia, nuestra universidad, nuestra industria, nuestro ejército, nuestra ingeniería, son gremios maravillosamente bien dotados que encuentran siempre anuladas sus virtudes y talentos por la intervención fatal de los políticos.
Si esto fuera verdad, ¿cómo se explica que España, pueblo de tan perfectos electores, se obstine en no sustituir a esos perversos elegidos?”. Ese discurso que halaga y victimiza al pueblo está profundamente arraigado en Costa Rica. Es una “insinceridad, una hipocresía”, porque “los políticos actuales son fiel reflejo de los vicios” de la sociedad a la que pertenecen, pero, sobre todo, es peligroso, porque oculta la imperiosa necesidad de elevar el nivel cultural de todos los ciudadanos y les crea la expectativa de que su salvación provendrá de un líder virtuoso y poderoso; anhelo popular que ha facilitado el ascenso de infinidad de tiranuelos.
Los intereses de mi grupo son el interés público: Ortega lo llama “particularismo”, actitud de quienes dejan de ver su parte (grupo, sector, colectivo, etc.) como parte del todo.
Las partes se cierran sobre sí mismas, incapaces de asumirse ni entenderse como partes de un todo. Puede pasarles también a las personas matriculadas en una causa, incluso en las más justas, cuando pierden de perspectiva que esa reivindicación no es la única valiosa y no es compartida por todos.
No tener en cuenta a los demás tiene un efecto disgregador de la comunidad nacional. Es el “sálvese quien pueda” y el “todos contra todos” tan patente en Costa Rica, donde los que suelen salir perjudicados son los ciudadanos no organizados como grupo de presión.
Los cambios deseados pueden lograrse sin convencer a los demás: Consecuencia del particularismo, Ortega lo llama “acción directa”: aspiración a imponer la propia voluntad sin pasarla por el tamiz de las voluntades de los otros a través de las instituciones.
Esa pulsión es la que hace que nos irriten tanto los parlamentos: en su pluralidad encarnan “el todo” que el particularismo se empeña en obviar.
Para el autor, “esto es lo que en el secreto de las conciencias gremiales y de clase produce hoy irritación: tener que contar con los demás, a quienes en el fondo se desprecia o se odia. La única forma de actividad pública que al presente, por debajo de palabras convencionales, satisface a cada clase es la imposición inmediata de su señera voluntad; en suma, la acción directa”.
Acción directa no es solo entrar pegando tiros al Congreso y tomar el poder por la fuerza, o solo interrumpir servicios públicos hasta que el gobierno ceda a unas demandas gremiales.
Ortega describe formas más sutiles de esta disposición, que se manifiesta incluso a nivel gnoseológico en las personas que, “en vez de analizar previamente lo que es, proceden a dictaminar cómo deben ser las cosas”.
Dice que es el vicio característico de los progresistas y que no hay actitud mental más cómoda: “Esta suplantación de lo real por lo abstractamente deseable es un síntoma de puerilidad”.
Lo cierto es que “no basta que algo sea deseable para que sea realizable, y, lo que es aún más importante, no basta que una cosa se nos antoje deseable para que lo sea en verdad”. Mucho menos para que lo sea para la mayoría a la que será necesario convencer para que se haga realidad.
Obviarlo ha generado la moda de los pronunciamientos. Ortega dice que solo los imbéciles, cuando se convencen de algo, creen que todos los demás también lo están y, en consecuencia, creen innecesario persuadir. Basta con proclamarlo.
Todo el que no sea idiota o corrupto deberá coincidir con uno. El efecto es el abandono del esfuerzo por atraer al otro dándole razones e incorporando sus legítimos intereses y sentires.
La quimera de transformar el país o reformar el Estado sin hacer política. Ese pensamiento mágico que aspira a imponerse sin argumentar y sin negociar, y que es similar al que hace décadas alentó revoluciones y hoy envalentona a la antipolítica tecnocrática, es reforzado por las cámaras de eco de las redes sociales, donde podemos “vivir de ilusiones” contentándonos con “proclamarnos ilusamente vencedores en el parvo recinto de nuestra tertulia de café”.
Necesitamos volver a ser lo que fuimos: La promesa de futuro del populismo es la recuperación del pasado, de una antigua grandeza perdida. Un discurso decadentista que promueve nostalgia y malestar, basado en unos orígenes inventados.
Ortega rechaza las ideas esencialistas de la nación como unidad constituida por sangre, lengua o territorio, tríada que para él es tan azarosa como contingente, y la entiende, más bien, como “un proyecto sugestivo de vida en común”, “un plebiscito cotidiano”, cuyos miembros deben interrogarse constantemente respecto de sus fundamentos y aspiraciones.
La nación nace del foro, del espacio de encuentro y gestión de los asuntos comunes, y apunta al futuro, no al pasado ni a ninguna esencia.
Ortega pensaba que España se deshilachaba porque su unión había dejado de estar tironeada por un proyecto común. Pensaba que, más que solo soportarnos porque “no queda de otra”, los compatriotas necesitamos la ilusión de un empeño nacional estimulante del que, si no todos nos podamos sentir parte, tenga cuando menos esa vocación inclusiva, esa fuerza seductora a distintos sectores que se vean en él respetados y convocados. Un proyecto superador de las diferencias. Que no las desaparezca, que las integre. Que no homogeneice, pero permita consensuar mínimos de convivencia entre quienes somos diferentes.
Para ser nación, más que aglomeración de gente, los costarricenses necesitamos una comunidad básica de propósitos y anhelos. Democracia, paz, protección del ambiente y de los derechos humanos son una potente tétrada, pero, para ser un proyecto sugestivo de vida en común, le falta la argamasa de un tejido social robusto, no raído como el que tenemos.
Las políticas sociales integradoras y los servicios públicos de educación y salud, las pensiones, el no dejar a la gente a su suerte, crea cohesión.
No sé si Ortega coincidiría, pero da igual: a Costa Rica le urge combatir su desigualdad económica. Prioritariamente. No solo su pobreza. Su desigualdad.
El autor es abogado.