El genio del nuevo orden establecido después de la Segunda Guerra Mundial por las potencias occidentales, con preponderancia de los Estados Unidos, nunca brilló más que ahora, cuando el ocaso se plantea como aterradora posibilidad. La guerra parió un sistema con múltiples defectos, pero indiscutiblemente mejor.
Los términos del intercambio comercial entre el norte y el sur no son justos, pero el avance en la dirección correcta se constata con facilidad en un mundo apenas desembarazado del colonialismo. La globalización cuenta con sus descontentos, como escribió Joseph Stiglitz, pero nunca estuvimos tan cerca de eliminar el hambre, según datos de la FAO.
Las últimas guerras europeas ocurrieron en el Este, donde Rusia mantiene sus aspiraciones imperiales y se desintegraron las repúblicas de construcción forzada detrás de la Cortina de Hierro. En Occidente, la paz impulsó el progreso. A lo largo de décadas, Estados Unidos comprendió la importancia de una Europa unida y no se detuvo a pensar sobre la nueva fortaleza del bloque como competidor comercial o político.
Occidente confió en el intercambio como creciente fuente de riqueza y creó instituciones para asegurar su desarrollo en un marco de legalidad cuyos principales beneficiarios son los países pobres y pequeños, antaño desprovistos de defensa frente al capricho de los poderosos.
La clave fue el altruismo interesado, o la generosidad en beneficio propio. Estados Unidos no sería tan rico sin los beneficios proporcionados a Europa por el Plan Marshall ni gozaría de la misma estabilidad si en lugar de la Organización Mundial del Comercio siguiera confiando en las cañoneras como agentes del comercio.
Pero hay muchos flancos para la crítica de la pax occidental, sobre todo si se le da por segura y se olvida el pasado. Las dos premisas son una locura a la luz de los acontecimientos de los últimos dos años. Según el académico Robert Kagan, el momento se compara desfavorablemente con el derrumbe del sistema de la preguerra: “En ese entonces, británicos y franceses se hacían responsables de preservar parte del orden. Ahora nosotros somos la potencia responsable y lo estamos minando”.
Hemos hecho mal al olvidar el fascismo, hoy renaciente en todos los rincones y hemos hecho mal en presumir la continuidad del orden existente, como queda claro ahora que el Reino Unido y su proyección americana están empeñados en ejercer el egoísmo cortoplacista en lugar de la generosidad interesada y, huelga decir, ilustrada.
Armando González es editor general del Grupo Nación y director de La Nación.