Disfrazado de militar, Nicolás Maduro habló a los venezolanos para hacer una revelación asombrosa, tanto como el arrebato místico de su encuentro con el espíritu de Hugo Chávez transmutado en pajarito. Ahora, viajó al futuro y volvió lleno de gozo por los magníficos resultados de las políticas aplicadas en el presente.
La población puede estar tranquila. La ruina de la economía, la inflación expresada en porcentajes millonarios, la escasez y el hambre son fenómenos transitorios. El profeta no dijo cuándo, pero todo pasará. El futuro ya sucedió, no guarda misterios y espera, rebosante de felicidad, a que los venezolanos lo alcancen.
“Tengan la seguridad, se los digo con certeza. Yo ya fui al futuro y volví”, dijo el gobernante con una sonrisita simplona, fácil de confundir con un ventanal abierto a la más insondable imbecilidad. Pero no, es clarividencia y, la sonrisa, una expresión de comedido júbilo por los logros del porvenir.
“Vi que todo sale bien y que la unión cívico-militar le garantiza la paz y la seguridad a nuestro pueblo. Tengan la seguridad absoluta”, manifestó el gobernante a sus seguidores, pero no faltará la desconfianza sembrada por la oligarquía y el imperialismo. Maduro pudo salirle al paso mediante una descripción precisa del momento visitado, pero eso implica riesgos. Una fecha demasiado próxima se constituirá en inapelable desmentido si la profecía, por cualquier eventualidad, no se cumple. Si, por el contrario, el viaje en el tiempo fue largo, la promesa de felicidad podría perder importancia, porque solo se vive una vez, salvo la resurrección del espíritu y la transmutación de algunas almas en locuaces pajaritos.
Esta última reflexión obliga a considerar las profecías de Maduro con seriedad. La historia está plagada de trágicos mesianismos cuyo fracaso inmediato encuentra justificación en la promesa (o irracional certeza) de la felicidad futura. El “proceso”, en este caso la “construcción del socialismo del siglo XXI”, justifica el sacrificio de una o varias generaciones.
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Profetas como Maduro se cuidan de no compartir los rigores de la transición. Nada les falta en la mesa y se rodean de comodidades impensables para los gobernados. Esa es su recompensa por construir el paraíso por venir sobre el sufrimiento del presente. Así las cosas, el discurso de comentario no puede ser descartado como mero delirio de idiota. Es una expresión cruda y elemental de inclinaciones siniestras, en ocasiones descritas con mayor sofisticación.
Armando González es editor general del Grupo Nación y director de “La Nación”.