Las dificultades de las finanzas públicas no están resueltas. Al calor de la discusión sobre el plan fiscal, sus proponentes parecieron olvidar las advertencias iniciales. La decidida defensa de la iniciativa pudo llamar a confusión. La nueva ley, se dijo desde el primer momento, no es la solución, sino un importante paso en procura de rectificar los abusos cometidos a lo largo de décadas.
El plan fiscal evitó la caída en el precipicio, pero seguimos al borde. Las primeras en hacérnoslo notar, con evidente frustración de las autoridades nacionales, fueron las agencias calificadoras de riesgo. Una tras otra reconoció el esfuerzo, pero mantuvo el escepticismo sobre la recuperación de las finanzas públicas y, con ellas, de la economía.
La reactivación económica todavía no pasa de ser una aspiración y los meses por venir prometen poco. El impacto del aumento de la carga tributaria y su extensión a bienes y servicios, hasta ahora exentos, no se ha hecho sentir. La contracción probablemente sea mayor mientras la economía absorbe el golpe.
El país está pagando la cuenta de una larga fiesta, y si bien evitó la catástrofe, la recuperación exigirá paciencia y esfuerzos adicionales. Por eso, es incomprensible la rebelión de varias instituciones, comenzando por las universidades, contra las medidas de ahorro contenidas en el plan fiscal. Es incomprensible, por lo menos, desde la perspectiva del bien común y la solidaridad frecuentemente predicada en las aulas.
El país ya no puede pagar esas erogaciones. En realidad, nunca pudo y la irresponsabilidad de haberlo intentado explica los apuros de la actualidad. Tampoco hay razones de justicia para renovar el esfuerzo a expensas del resto de la población, comenzando por quienes menos tienen. Son privilegios obtenidos a fuerza de organización y galillo por minorías muy aventajadas.
La más reciente demostración de desapego a la realidad es la acción interpuesta por dos sindicatos para defender ¢23.000 millones en anualidades, cesantía y pluses salariales. Proyectada a cuatro años, la suma correspondiente tan solo a las anualidades da ¢117.000 millones.
Las acciones de inconstitucionalidad ingresan a la Sala IV justo cuando patronos y trabajadores están a punto de encarar nuevos sacrificios al entrar en vigor las medidas tributarias del plan fiscal. Siempre lamentando la lejanía de la realidad, es de celebrar que el reclamo se haga en los tribunales y no en las calles, con el libre tránsito como rehén.
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Armando González es editor general del Grupo Nación y director de La Nación.