El país comienza a reconocer los límites del desarrollo basado en la repartición de privilegios, sea a la burocracia o al sector privado, donde aún hay bastiones de proteccionismo a costa de los consumidores, así como órganos reguladores capturados por los regulados.
Hace pocos años, mencionar los excesos salariales en el sector público era ganarse el título de neoliberal desalmado. Hoy, el tema dejó de ser tabú y la población excluida de la fiesta comienza a darse cuenta de su condición de pato. Cada vez menos ciudadanos se tragan la equiparación de pueblo con burocracia y cada vez más se manifiestan indignados.
El sector privado aceptó conversar sobre un aumento de la carga tributaria y la adopción de mecanismos de fiscalización. Luego de la resistencia inicial, asociaciones empresariales apoyaron las reformas. Subsisten sectores cuyo discurso en defensa de beneficios injustificados todavía no está completamente desgastado, como los protegidos por barreras arancelarias (arroceros) y otros con poder suficiente para defender sus ventajas (transportistas y cooperativas).
En mucho, la comprensión de los fenómenos que obstaculizan el desarrollo y nos llevaron al borde de una crisis mucho mayor se debe a la imposibilidad material de costear las prebendas. Si los recursos abundaran, la repartición seguiría su rumbo a expensas de generaciones futuras, así como a las actuales les toca costear los excesos del pasado no tan remoto.
Para no enojar al magisterio, al Poder Judicial y a otros aspirantes a pensiones de lujo, vale el ejemplo del régimen de jubilaciones más grande del país, el de Invalidez, Vejez y Muerte (IVM) de la Caja Costarricense de Seguro Social. En comparación con los demás regímenes, los beneficios del IVM son modestos. La pensión máxima ronda ¢1,5 millones y solo la disfruta un 1,3 % de los beneficiarios (1.752 de 216.793). En promedio, el IVM paga unos ¢269.000 mensuales.
Sin embargo, los números indican que también en el IVM actuamos con largueza. No hay recursos para mantener el régimen, no importa su modestia, y la Caja estudia una reducción de los beneficios. En ese momento terminarán de desaparecer las dudas sobre la injusticia de los regímenes de privilegio, si alguna subsiste.
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Desafortunadamente, despertamos en el límite, con el daño parcialmente consumado y, en algunos casos, difícil de reparar. Por fortuna, no es demasiado tarde si los impulsos reformistas del 2018 nos acompañan en este nuevo año.
Armando González R. es editor general del Grupo Nación y director de La Nación.