Gobernar a Costa Rica no es fácil, pero se torna tanto más difícil cuando los partidos y los candidatos apuestan y pierden el capital político de los futuros funcionarios aun antes de manifestarse la voluntad popular en las urnas. El financiamiento ilícito de las campañas electorales, cuando sale a flote, deslegitima a los vencedores y debilita su gestión de gobierno hasta el punto de la parálisis. Hay ejemplos recientes.
Lo mismo sucede con las fracciones legislativas. Un diputado, o varios, elegidos por una agrupación cuestionada, no pueden aspirar a ejercer el control político esperado de la oposición. Cuando menos, correrán el riesgo de ser señalados por hipocresía y sus denuncias o protestas serán objeto de sospecha.
Hecha a un lado la posibilidad de enriquecimiento personal en medio de la confusa dinámica de una campaña, el financiamiento ilícito nace del deseo de ganar a toda costa. Imposible permitir al contrario un gasto superior y jamás frenar el propio. Si hay dinero, urge gastarlo y, si no, urge conseguirlo.
Pero la aspiración a la victoria es la mejor razón para apegarse a la ley electoral. Si la anomalía sale a la luz, el triunfo sufre demérito y el proyecto político se hunde junto con la legitimidad de los elegidos. El daño mayor lo soportan las instituciones, víctimas de la desconfianza incubada a lo largo del tiempo por los comportamientos ilícitos de quienes piden el voto para legislar o imponer respeto a la ley.
La voluntad de correr el riesgo, demostrada cada cuatro años con puntualidad, hace sospechar la magnitud de las anomalías no detectadas. Ojalá no pase de “malpensao”, como se suele decir, pero la recompensa debe ser grande para justificar tanto riesgo. Haciendo de nuevo a un lado la hipótesis del enriquecimiento personal, la ganancia estaría en la victoria sin mancha, es decir, sin revelación de la anomalía. En el peor de los casos, estaría en la obtención del poder sin las consecuencias previstas por ley o esperadas por la ciudadanía, como ha ocurrido en más de una oportunidad.
Por eso, los recurrentes esfuerzos legislativos para relajar los controles deben ser vistos con desconfianza. Más bien urge llenar lagunas y cerrar portillos. Se trata de salvaguardas indispensables para el sistema democrático. Los escándalos de cada ciclo electoral testimonian la necesidad de fortalecerlas. Ni qué decir de los intentos de investigar al Tribunal Supremo de Elecciones justo cuando retumban sus denuncias.
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Armando González es editor general del Grupo Nación y director de La Nación.