Haití ha tenido una existencia desgraciada, de la mano con la violencia, la inestabilidad política y la miseria.
Su primer mandatario libremente elegido, Jean-Bertrand Aristide, fue derrocado en 1991, apenas o-cho meses después de haber asumido el mando. En octubre pasado, fue reinstalado gracias al apoyo militar de Washington.
En junio habrá comicios legislativos y, en diciembre, presidenciales. Mientras, una fuerza multinacional de paz acaba de relevar a las tropas estadounidenses (aunque la mitad de estas se integraron al contingente de la ONU) para mantener el orden y la seguridad.
Esta presencia ha permitido, hasta ahora, frenar las brutalidades cometidas mayormente por los paramilitares afines al anterior régimen y ha evitado acciones de venganza por parte de los seguidores más radicales de Aristide.
Aun así, la violencia no ha estado ausente. La semana anterior, una abogada opositora al Presidente fue asesinada, hecho que crea dudas sobre el futuro político inmediato.
Sin embargo, la gran prueba para este se dará cuando aquellos soldados abandonen el país, a principios de 1996.
Aunque el ejército y la policía haitianos, focos tradicionales de desestabilización y de represión indiscriminada, han sido desmovilizados y unas 30.000 armas se han confiscado a los attachés (paramilitares), la democracia tendrá que atravesar duras pruebas antes de asentarse.
No hay tribunales; los nuevos cuerpos de seguridad deben formarse. Tampoco existe un régimen de partidos políticos, pero sí abundan el odio, la desconfianza y una enorme brecha socioeconómica.
En suma, un Estado que aún debe ser construido. Allí radica el rezago del primer país independiente en América Latina.