Uno escucha diariamente a mucha gente diciendo: “Solo en este país pasa...” tal o cual cosa. Por ejemplo: “Solo en este país pasa lo del puente de la ‘platina’”. O se hunde una calle principal. Lo que queremos decir no es solo que una situación es el colmo, sino que, y aquí viene el narcisismo invertido, somos tan especiales que la sacamos del estadio hasta en lo que hacemos mal.
Esta muletilla rara vez es cierta. En muchos lugares pasan cosas como las que ocurren aquí, que pretendemos tan únicas. Para sistemas políticos disfuncionales, vean al Estados Unidos de hoy, donde la incapacidad para generar acuerdos políticos mínimos tiene al gobierno federal cerrado y al país al borde del incumplimiento de pagos de su deuda. O el caso israelí, donde pequeños partidos confesionales, con uno o dos votos en el Parlamento, han secuestrado a los Gobiernos, pues ninguno puede formar mayorías sino acudiendo a coaliciones complicadísimas, en las que esas minorías obtienen el oro y el moro (literalmente, esto último). O vean los últimos 20 años de Italia con su desorganización partidaria, corrupción rampante y personalismo.
Mi tema no es el conformismo, eso de que “mal de muchos, consuelo de tontos”. El problema es que el folclorismo del “solo en este país pasa...” implica dos renuncias. Por una parte, la renuncia a la mirada comparada, la que nos permite entender si otros padecen problemas similares, apreciar los riesgos implicados y buscar si han encontrado maneras creativas de resolverlos. Por otra parte, y es el problema principal, el dicho acarrea la renuncia al estudio de las causas del estado de cosas. En vez de investigar, nos contentamos con deplorar una situación y pasarle el candado, aduciendo que todo es culpa de que somos tan pero tan especiales (por inútiles, negligentes o lo que sea).
Cuando hablemos del puente de la “platina” o las calles que se hunden, hagamos el esfuerzo de no pegarle la coletilla del “solo en este país pasa”. Preguntémonos, más bien, acerca de las razones por las que tenemos esos desastres. Posemos la vista en asuntos como la influencia de las empresas contratistas en el MOPT, el fracaso de la reforma institucional en los noventa, el partidismo en la escogencia de empleo público, la decisión de reprimir crónicamente la inversión pública bajo la premisa ideológica de que todo gasto público es malo, o la responsabilidad de los ministros y juntas directivas del Conavi. Entonces, me parece, tendremos mejores bases para entender el porqué de la “platina” y, además, cómo remediarla, y veremos lo que han hecho otros países para limpiar la contratación de obra pública. Sacudamos telarañas mentales y hagamos el ejercicio en este y en otros temas.