“¿Cómo le va?”, pregunto, mecánicamente, mirando sin ver. “¡Diay! No como Dios quiere, sino como uno puede”, dice el “guachi”. Su réplica me hace girar la cabeza y, entonces, ahí sí, descubro a un señor sesentero, retostado por el sol, pulcramente vestido y más jalado que mecate de campanario. Me sostiene la mirada con una sonrisa que no descifro.
Sus palabras, sin embargo, me capturan y ese encuentro casual se mete en mi cabeza por el resto del día. ¿Qué me habrá querido decir? Su Dios, pareciera, no es responsable de la vida que lleva, una manera de aceptar que las personas tienen libre albedrío. Pareciera decirme, también, que su vida es un diario pulseo por ganarse el pan cuando otros, a esas edades, tienen resuelta su supervivencia.
Quizá me hago bolas y su respuesta es tan de mero trámite como mi pregunta, un cliché, como tantos, para contestar una fórmula vacía con otra. Aun así, sus palabras tienen profundidad propia. A diferencia del acartonado “pura vida” que pudo haber contestado, su respuesta entreabre la puerta a una existencia en la que nada está asegurado, excepto que mañana habrá nuevamente que rascar los pesos para comer. Y es que, fíjense ustedes, cada noche más de 300.000 personas se acuestan con hambre en este país y ello no es noticia.
Había tratado el tema de mirar sin ver en una columna escrita hace unos tres años (16/11/2014), a propósito de las personas que siguen enganchadas a teorías del siglo XIX en momentos en los que el mundo se transforma y deja obsoletas un montón de cosas que se tenían por ciertas.
Hoy, en cambio, mi perspectiva es más personal. La desigualdad y la pobreza son conceptos y, como tales, puras abstracciones; “los pobres”, como expresión, son materia inerte: una descripción sin rostro. En cambio, cuando la pobreza se entiende como historia de vida, emerge una conexión vital entre extraños, pues en una sociedad democrática resulta que esas personas tienen los mismos derechos y dignidad que yo. Y, sin embargo, su vida real es una constante negación.
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Los empresarios tienen el poder para evitar que les cobren más impuestos; los empleados públicos, de defender sus niveles salariales; las cooperativas, de sostener exoneraciones, y así sucesivamente. Sin embargo, la gente que vive en pobreza es la última de la fila, pero la primera en pagar los costos sociales cuando un país entra en problemas.
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