Tierra reseca. Tierra dura, agrietada por el sol. Tierra yerma, vestida de amarillos y cafés. Polvo reinante por los siglos, que invade todas las rendijas: las mías y las ajenas. Polvo que enturbia el horizonte, que muerde la vista, seca los ojos y, mal que nos pese, regala soles de atardecer, inmensas bolas incandescentes que derriten los cielos.
Es verano en Costa Rica. Un verano pétreo, sólido, distinto a los veranos de siempre. A los que mi memoria atesora de cuando niño. Es apenas febrero y la sequía es intensa. Agua que te quiero agua.
A la aridez habitual se suman los efectos de El Niño, ese calentamiento de las aguas del océano Pacífico que lastra la temporada lluviosa en esa vertiente y desata tempestades en el Caribe. Solo que esta vez El Niño viene enrabietado y ¡ahí sí nos fregamos!, tampoco llueve lo que debe llover en nuestro Caribe siempre húmedo y verde.
Llegamos al punto: es apenas febrero y el agua escasea para millones. Las fuentes de agua para nuestro consumo, para la producción y para dos terceras partes de nuestra electricidad están peligrosamente bajas. Agua preciosa que hay que cuidar porque el invierno que viene entrará tarde y se pronostica corto e irregular: menos días de lluvias, pero baldazos más intensos y destructivos.
Agua que tendríamos que cuidar, mejor dicho: nótese aquí la conjugación condicional. Porque tener que hacerlo, lo que se dice tener, a la manera de una obligación ética y moral, no es de recibo para muchos. Para ellos reina el “que se jodan los demás”. Aplican la filosofía de que si uno tiene la plata para pagar la factura del agua, uno gasta lo que quiera. O si uno tiene pozo propio, legal o no.
Porque si cuidáramos el agua, la conservaríamos con el cariño que se cuida un amor. Cambiaríamos hábitos: nos bañaríamos sin dejar correr la ducha, seríamos cuidadosos con el agua en los inodoros, almacenaríamos el agua que cae de los cielos, las industrias y la agricultura desarrollarían métodos ahorrativos y de reciclaje, el AyA disminuiría los desperdicios y las fugas en la red, los que tenemos carros, ni modo, los andaríamos “sucitos” y no regaríamos patios al mediodía o con agua nueva.
Nunca más oportuna una campaña omnisciente de ahorro de agua. Nunca más oportuno un cambio de mentalidad. Estos veranos inclementes no son más que el fin de la ilusión de que el agua dulce es un pozo de la abundancia infinita.
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El autor es sociólogo.