Empleo esa espléndida introducción para hablar de nuestro tiempo. Las palabras de Dickens calzan precisas, sin ningún desperdicio. El arte tiene, en todas sus expresiones, la capacidad de sintetizar el ethos de una época, como en este caso.
Dickens se refería a los años de la Revolución francesa, a finales del siglo XVIII, el escenario donde situó su historia de ficción. Fue un tiempo violento de grandes transformaciones, que dio origen a la modernidad. Un tiempo, también, de extremismos, cruentas guerras, caída de viejos regímenes, pero también de emancipación, experimentación política y de revolución tecnológica y económica, al menos en Occidente.
Dos siglos y resto después, el mundo se desboca nuevamente. Hoy, lo único cierto es que las cosas cambian a gran velocidad y no sabemos si esa dinámica nos llevará a un mundo mejor o nos precipitará al abismo. “Era el mejor de los tiempos; era el peor de los tiempos…”.
El cambio genera el miedo al cambio. Las nuevas realidades refuerzan los viejos prejuicios, la incapacidad o imposibilidad de abrirse a nuevas ideas y explicaciones. No solo entre la gente poco estudiada, sino también entre los más instruidos y poderosos, a veces los más enamorados de las viejas ideas y más aferrados a los sistemas de poder.
Hablo en general acerca de esta época, pero estoy pensando en situaciones particulares. Mientras, por ejemplo, la comunidad científica internacional alerta sobre el cambio climático, poderosos lobbies y los gobiernos de EE. UU. y Brasil lo niegan. Arde América Latina, caen o están asediados gobiernos de distinta orientación política, y muchos siguen buscando explicaciones en viejas teorías que no dan más.
Los seres humanos somos capaces de justificar toda idea, aun las manifiestamente superadas o abiertamente repelentes. Algunos lo harán por cinismo; otros, para defender ventajas. Muchos, sin embargo, se aferran a ellas, pues es lo único que conocen o quieren conocer. Esa ceguera es demencial.
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El autor es sociólogo.