Cuenta la leyenda que un espíritu benefactor deambula por las montañas y valle de Yosemite. Todos hablan de él, pero pocos lo han visto o sentido su presencia. Intrigado por la historia (y la belleza de los parajes), me adentré en la Sierra Nevada, al este de California, para constatarlo.
La leyenda data de muchos años. La cultivaron sus primeros habitantes –bravíos awahnichis– hace 8.000 años. Los blancos llegados en el siglo XIX con la fiebre del oro no se interesaron en ella; Abraham Lincoln, sí. Tras la Guerra de Secesión, ordenó protegerlo. Después, en 1903, John Muir convenció a Teodoro Roosevelt de ampliar, con visión, el amparo, pero fue Ansel Adams quien logró fotografiarlo la primera vez (tomas fascinantes en blanco y negro).
Versiones más modernas aducen que es un viejo barbudo y sabio, pausado al actuar. Le atribuyen haber despertado volcanes subterráneos y, con sus magmas, forjar grandes rocas de luminoso granito. Luego, cuando las sombras cubrían las cosas, formó glaciares hasta que, un día, despertó al sol para iniciar los primeros oficios del calentamiento global: fundió las nieves y formó el río Merced que arrastró consigo rocas filosas y cortantes a ambos lados del valle, como si fueran gigantescas raspadoras de copos. Así construyó los grandes domos, el acantilado del Capitán y la Catedral.
En la arboleda Mariposa plantó fornidos secuoyas que se yerguen, majestuosos, como queriendo llevar al cielo en andas. Uno de ellos –Grizzly Giant– tiene 1.000 años y es tan corpulento que tomaría varios hombres entrelazados para rodearlo. Curiosamente, la arboleda parece, a ratos, un yerto páramo de troncos calcinados. ¡Qué canallas!, pensé en mi supina ignorancia ambiental: provocar la ira del espíritu. Después, supe que es él quien incita adrede los incendios forestales para ralear cumbres, dar espacio al generoso sol, calentar las semillitas de los conos y concebir nuevos alumbramientos.
Al fin, una soleada mañana de junio pude, como otros, percibir su presencia. Lo vi en la belleza del valle, en la grandeza de las montañas, intimidantes riscos y alucinantes acantilados, vestigios de rocas suicidas lanzadas al vacío, erguidas pináceas, senderos sombreados a orillas del río y el místico sonido del silencio.
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Entonces, comprendí que el viejo barbudo y sabio es el constante devenir que, en alas del tiempo, ha transformado y transformará por siempre la naturaleza, hasta la consumación de los siglos.
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