Ese bulto redondo, de forma uniforme, pulido, equidistante de su centro, tiene su cola que contar. Una cola similar a la de los espermatozoides. No es casualidad que todo un planeta viva pegado a las pantallas viendo la Copa del Mundo cada cuatro años.
Más allá de las culturas y las tradiciones de las diferentes regiones, esa pelota llamada bola tiene detrás de su apellido otra llamada mundo y esa, a la vez, otra más antigua que podemos llamar huevo, yema, óvulo, célula. Las formas de la cultura, del arte y de la ciencia son espejos de las formas de la naturaleza.
La bola futbolera, además de ser esférica, y como ya hemos dicho, el recuerdo de la vida latente, tiene en su juego otro espejo que no tiene nada que ver con el marketing, aunque el marketing sí se valga de este. Las emociones que convoca, ¿no les recuerdan otra cosa?
¿Cuál es esa causa última para que hombres, mujeres y niños sigan con detalle las jugadas, las vidas y la historia de sus equipos con la fidelidad que desearan los enamorados?
En las redes, en el hospital, en los muelles, en la presentación de un libro, en un barco, en el salón de belleza, en el aula, en la lechería, en la torre de control del aeropuerto, en fin, en todas partes se desea el gol y se sigue con el corazón en la mano a la selección favorita.
Respuesta. Para darme respuesta a esas preguntas, hice un recuento mental. Procedí a poner en mi memoria la imagen de un partido y el recorrido de sus jugadores con la bola entre sus pies, hacia un lado y hacia el otro de la cancha. Lo hice varias veces hasta que di con el recuerdo del señor del gran método: Aristóteles y su idea de mimema.
Di varios rodeos, entre fagocitos, resonancias pitagóricas y sustratos geológicos, hasta encontrar una tentativa de respuesta, que como siempre fue la más simple, por lo menos para mí.
El isomorfismo biológico apareció tan claro como el cielo de junio: allí estaban los jugadores corriendo, ya no como fagocitos detrás de una bacteria, sino como espermatozoides tras la red-himen que marca la cancha y contiene a la bola ante el insondable hueco inicial con que fue conformado originalmente el fútbol.
Un hueco en la tierra, un hueco en la pared, un hueco en el borde, una red en los dos límites de una matriz origen del mundo, esperando una pelota hecha con vejiga de vaca en el Egipto de Ramsés y la Grecia de Pericles. Cocida y rellena de fibras vegetales en la China antigua y, de menor tamaño a la de hoy, en que la bola se certifica, pegada, de piel sintética y de un máximo de 430 gramos de peso.
Lo increíble de la escena era su parecido, su mimema de la fertilización de un óvulo. No pude dejar de sonreír cuando confirmé el mencionado origen del fútbol como rito egipcio del mito de la fertilidad.
Un canto. –¡Y viene el jugador y logra penetrar la red con la pelota sin resistencia alguna!– dice la locutora del canal y entonces ya, a sabiendas del porqué de los saltos, los cabezazos, los codazos, las caídas y los tiros, comprendí por qué continúan elevándose hasta la noosfera, como la mejor estrofa del Cantar de los Cantares (adornado por los correspondientes controles de la historia de las civilizaciones, como el árbitro y el portero, en tanto los tres poderes y demás dispositivos anticonceptivos) los oeoeoeoés, un canto al amor biológico trae consigo cada gol de campeonato. ¿Cómo no entusiasmarse?
El goool del embarazo social es aplaudido una y otra vez en su destilado isomorfismo biológico, y con cada gol nos enorgullecemos y nos extasiamos, en la magia de la humanidad más antigua: el golazo. Que es igual, metafóricamente hablando, a la capacidad de supervivencia de la especie. Nos metieron el gol o lo metimos. Mismo universo, mismas leyes, diría el maestro Aristóteles al pensar en la reproducción humana.
Vivimos o morimos en cada partido. El simbolismo de una vida nueva que alargará la especie con cada gol es extraordinario en su sabiduría. La magia de lo humano sigue ahí, disfrazada con tenis de marca y una cadena de humanos que viven de eso y otra cadena de humanos que viven para eso. La medalla es ese gol. El gol de la especie.
La autora es escritora y filósofa.