Todos los gobiernos —excepto, quizás, los más mediocres— tienen su momento definitorio: un punto de inflexión que marcará el rumbo de su gestión, su legado y también —que no es lo mismo— la forma como serán juzgados por la historia.
Probablemente ningún presidente estadounidense hizo más que Lyndon B. Johnson por avanzar la causa de la igualdad racial en su país. Promovió y firmó las leyes de Derechos Civiles de 1964 y de Derechos de Votación de 1965. Nominó al juez Thurgood Marshall a la Corte Suprema y lo convirtió en el primer magistrado afrodescendiente. Sin embargo, hoy nadie recuerda a LBJ como promotor de los derechos de las minorías. Su gestión quedó marcada, condicionada, y por siempre juzgada, por haber involucrado a Estados Unidos en la guerra de Vietnam.
A Miguel Ángel Rodríguez lo marcaron las protestas callejeras contra el combo ICE, después de las cuales debió renunciar al grueso de su ambiciosa agenda de reformas para la modernización del aparato productivo costarricense. En su primer gobierno, a Óscar Arias lo marcó para siempre la firma del tratado de paz centroamericano, mientras que a su segunda administración la definió el Plan Escudo, creado para suavizar los efectos de una inminente crisis económica, pero que, lamentablemente, nos insertó en la espiral del gasto público creciente de la que aún hoy no hemos logrado salir.
Dama de Hierro. A Margaret Thatcher le llegó su icónico momento en 1984, cuando el poderoso Sindicato Nacional de Mineros se declaró en huelga contra la estatal Agencia Nacional del Carbón. El objetivo: impedir la reducción de los subsidios a la minería, que era parte de la agenda de liberalización económica del gobierno. La estrategia: generar una escasez de carbón para limitar la producción energética, hincar al país y así forzar la capitulación del gobierno.
La primera ministra no se quedó cruzada de brazos. Con valentía y una buena estrategia, se mantuvo en sus trece y soportó la huelga todo un año. El resultado fue desastroso para el sindicato minero, que depuso la protesta sin alcanzar sus objetivos. Pero, además, produjo el debilitamiento general del movimiento sindical, el cual, hasta ese momento, ejercía un desproporcionado control sobre el aparato estatal. A esto se le conoce como el “Maggie Moment”, y puso fin al chantaje sindical y el secuestro de las políticas públicas para su beneficio particular, en detrimento del bienestar de los británicos.
El punto de inflexión para Carlos Alvarado parece estar llegando muy temprano en su período presidencial —a cuatro meses de su inauguración— con el llamado a huelga general indefinida a partir de este lunes 10 de setiembre. Lamentablemente para Costa Rica, el presidente y su gabinete no solo están desperdiciando la oportunidad; están enviando las señales equivocadas y haciendo lo necesario para evitar salir airosos de la encrucijada.
Mal inicio. No más empezaron a sonar los tambores de guerra desde la madriguera sindical, cuando comenzó el gobierno a hacer concesiones que, por proyectar temor y flaqueza, serán un vano esfuerzo por desarticular la protesta. La dirigencia sindical puede oler la debilidad y, cual zopilote, no dejará de revolotear hasta que el gobierno caiga rendido a sus pies.
Primero, desapareció del plan fiscal el tímido impuesto con que se pretendía gravar los excedentes de las grandes cooperativas, megacorporaciones por décadas exoneradas del impuesto sobre la renta que pagan sus competidores no cooperativizados, incluso los más pequeños. Luego, vino la suavización del impuesto a la distribución de excedentes de las asociaciones solidaristas, beneficio que no disfrutarán —claro está— los accionistas de las sociedades mercantiles cuando reciban dividendos. Con este trato dispar se pretende evitar que cooperativistas y solidaristas se sumen a la huelga.
La cúspide del acobardamiento la alcanzó el Consejo de Gobierno la noche del 4 de setiembre cuando emitió un acuerdo instando a Uber a suspender operaciones en Costa Rica hasta tanto no sean aprobadas las regulaciones que Carlos Alvarado ofreció impulsar cuando estaba en campaña, pero que como presidente no ha movido ni promovido. Una medida desesperada para evitar que los taxis rojos participen de la protesta.
Menos de 24 horas después, llegaría la decisión que confirma la absoluta ausencia de una espina dorsal en la conducción política del gobierno. En una movida sorpresiva, el diputado Welmer Ramos —del riñón político de Ottón Solís, el líder histórico del PAC que le habla al oído al presidente— votó, junto con los congresistas de Restauración Nacional, Frente Amplio e Integración Nacional, para repeler uno de los pocos aspectos redentores del paquete fiscal: la moción 320 del diputado Pedro Muñoz, que derogaba el llamado enganche salarial de los profesionales en ciencias de la salud.
Es de suponer que semejante reversión de criterio —Ramos antes había apoyado la moción— se dio con el fin de evitar que los sindicatos de médicos y afines se unan a la huelga. Desde el gobierno anterior se viene manejando una doctrina, en materia de relaciones laborales, que podríamos llamar “paz social a cualquier costo”. Solo hay dos problemas con este principio.
El primero es que ceder a la extorsión y someterse al matonismo de la dirigencia sindical no es paz social, de ninguna manera ni desde ningún ángulo que se le vea. El segundo, como bien lo demostró la Thatcher, es que no cualquier costo puede ser asumido en nombre de la paz social — ni de la ausencia de conflicto, que tampoco es lo mismo—.
El enganche salarial es una concesión hecha en 1982, bajo presión de otra huelga, por el gobierno de Luis Alberto Monge a los sindicatos médicos. Se les otorgó el inusitado derecho a que sus salarios fuesen ajustados en igual proporción cada vez que se decretara un aumento general de las remuneraciones de los funcionarios del Gobierno Central. Tan perversa fue la negociación que cualquier aumento a los funcionarios, sea a la base o a los pluses e incentivos que no se incorporan a la base, dispara automáticamente los salarios de los profesionales de la salud, que por aparte negocian sus incrementos salariales e incentivos exclusivos con las autoridades de la CCSS.
Aumento desmedido. Según un magnífico reportaje de los periodistas Esteban Oviedo y Aaron Sequeira (La Nación, 25/8/18), cuando en el 2008 el gobierno de Óscar Arias intentó cerrar la brecha salarial entre los funcionarios del Gobierno Central y los del resto del sector público, la CCSS recurrió al artículo 12 de la Ley de Incentivos Médicos, que entronizó el enganche salarial, para exigir sus incrementos proporcionales, llevando en parte a que el gasto de la Caja en salarios creciera un 88 % del 2005 al 2010.
El enganche salarial es el motivo por el cual a los policías, misceláneos y otros de los funcionarios públicos peor remunerados no se les puede mejorar sus ingresos: causaría una reacción en cadena de altísimo costo para el fisco, para la Seguridad Social y, por supuesto, para todos los patronos y asegurados que pagamos la cuenta lo queramos o no.
Esto es lo que defienden los sindicatos. Su huelga no es contra los impuestos, que más bien persiguen extraer más recursos de los bolsillos de los ciudadanos “de a pie” (Mauricio Herrera dixit) para seguir pagando los excesos del empleo público. Su movimiento no es para defender a los empleados públicos peor pagados ni a los miles de maestros y demás funcionarios interinos, que están en una situación de precariedad laboral y que solo de la boca para afuera critican los dirigentes.
Su protesta ni siquiera es contra las escasas medidas de contención del gasto público. La huelga nacional indefinida no es otra cosa que la manipulación de las masas por parte de una cúpula sindical antidemocrática y anquilosada para preservar sus abusivas prebendas y gollerías.
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Bien haría el presidente de la República en así reconocerlo y aprovechar la oportunidad para renovar su compromiso con la sanidad de las finanzas públicas, no solo impulsando el paquete de impuestos contra viento y marea, sino asumiendo una posición firme contra el chantaje sindical y sus onerosos e injustos privilegios, y decidiéndose a impulsar —hoy y no en un futuro incierto— la racionalización del empleo público y la reforma del Estado.
Así convertiría su momento definitorio en un “Charlie Moment” digno de admirar y recordar. No hacerlo —claudicar ante la extorsión sindical— sería condenar a su propio gobierno a cuatro años de vegetar y arrancar hojas del almanaque esperando el ansiado relevo. Y condenar al país a una crisis económica de proporciones épicas.
El autor es economista.