En el contexto de un mundo que parece sucumbir a la desmoralización, el escepticismo y el nihilismo, ciertos individuos nos devuelven justamente eso que más desesperadamente necesitamos en este momento: que el ser humano recupere la fe en sí mismo.
Sin ella estamos condenados al naufragio y será un naufragio lento, penoso e irreversible. Pero estos grandes seres humanos nos dan una bocanada de oxígeno para seguir creyendo en el noble destino de nuestra especie y nuestras civilizaciones.
En 1999, el célebre pianista y director argentino, israelí y español Daniel Barenboim empezó a juguetear con la idea de fundar una orquesta y conservatorio compuestos por músicos jóvenes y profesores de Israel, Palestina, Egipto, Jordania, Irán, Irak, Turquía y España.
Lo hizo con el eminente crítico y teórico literario y musical palestino Edward Said (1935-2003). Y una vez más, don Quijote prevaleció sobre todos los Sanchos Panza de este mundo: lo que parecía una quimera descabellada se hizo realidad.
La orquesta fue llamada West-Eastern Divan (como la colección de poemas de Goethe). La experiencia, que ha sido muy exitosa, está sustentada en esta premisa: la solución del conflicto árabe-israelí no puede ser y no será nunca de orden bélico: ambas sociedades están inextricablemente unidas por una amplia gama de afinidades culturales.
Desde su fundación, la orquesta se ha prodigado en todos los países representados por sus integrantes: sus conciertos en Rabat, Doha, Abu Dabi y la histórica interpretación en Ramala, en el 2005, han significado hitos en la historia de esta convulsa región del mundo.
La agrupación también se ha presentado ante la ONU, para honrar a Kofi Annan, en Ginebra, en La Haya y en todos los grandes escenarios ligados a las organizaciones que luchan por la paz y el respeto a los derechos humanos.
El secretario general Ban Ki-Moon nombró a Daniel Barenboim mensajero de la paz en el 2007 y designó a la orquesta West-Eastern Divan abogada global de la ONU para la comprensión cultural, en febrero del 2016. Me sorprende que una iniciativa tan valiosa no haya sido aún recompensada con el Premio Nobel de la Paz.
Dada su madurez interpretativa, la orquesta está al nivel de las grandes agrupaciones musicales del mundo. Son muchachos que no tocan como jóvenes sino como virtuosos consumados de sus instrumentos. Wagner, Liszt, Beethoven, Brahms, Schumann… todos los grandes maestros son honrados con interpretaciones de primerísima calidad.
Lo que más nos conmueve es el milagro de eso que va mucho más allá de la coexistencia pacífica de las naciones: el acto sinérgico de hacer música, de generar belleza, de propagar el evangelio del arte que, como ya sabemos, es uno de los agentes fundamentales para cimentar una cultura de paz.
El arte, de manera singular la música, es una poderosísima fuerza de unión entre los seres humanos. Nos lo dijo Rubén Darío en su «Cyrano en España»: «Es el Arte el que vence el espacio y el tiempo...».
La política, el dinero, la codicia del poder, el expansionismo, los colonialismos e imperialismos de todo tipo han actuado durante milenios como agentes separativos, como fuerzas disociativas. Cuando los seres humanos se distancian y enemistan, surgen por doquier, como fosas comunes, las trincheras. Cuando se asocian y trabajan juntos para crear belleza, se hermanan y aprenden no solo a tolerarse, sino también a amarse y a colaborar, a actuar de manera conjunta.
El arte es el vehículo ideal de esta hermandad. El «Homo sapiens» encontró en el arte una manera productiva de sublimar sus arcaicas funciones guerreras, encontró cómo deponer los viejos odios y sustituirlos por una causa común: propagar ese mensaje trascendental que es la música de los grandes maestros.
El arte ennoblece y dignifica al ser humano. El viejo «homo sapiens», agresivo por naturaleza, que exterminó de la faz del planeta a todas las otras especies humanas que con él coexistieron (de manera notoria el hombre de Neandertal, que era pacífico, sereno y carecía de agresividad), ese que fue el autor del primer genocidio monumental en la historia de la humanidad, queda trascendido y transfigurado por el arte.
Nuestras actuales guerras no deberían sorprendernos: bien que mal, descendemos de esos «homo sapiens» hegemonistas y supremacistas, que conocieron la «voluntad de poder» nietzscheana y que después de la llamada revolución cognitiva, entre 70.000 y 30.000 años atrás, con la adquisición del lenguaje y las técnicas de la guerra se apoderaron del planeta, subyugaron a la naturaleza y la pusieron a su servicio, y extinguieron sistemáticamente a todos sus competidores humanos, cruzándose también con ellos. Pero lo que hayamos perpetrado hace 70.000 años no justifica nuestros actuales actos, actos de terrorismo, fusilamientos en masa, torturas y demás acciones contra la especie humana.
Hemos evolucionado y nos encaminamos, aunque demasiado lentamente, hacia la aplicación del diálogo y la negociación. Debemos darnos a nosotros mismos otra oportunidad para ensayar la convivencia sana y armoniosa. Tenemos que persistir en esta meta, en esta prioritaria actitud.
La paz es el valor de los valores, la posibilitadora de todos los otros valores concebibles. Sin paz, todo lo demás en el mundo es letra muerta. La paz es la gran aliada del ser humano; la guerra, por el contrario, es la manifestación más cruda de su voluntad de muerte, de su irracional sed de autodestrucción.
Como nos han enseñado Barenboim y Said, hagamos música y deshagámonos de nuestros odios como quien se desprende de un viejo y despreciable atuendo, ese que ha llenado de dolor nuestra existencia.
El autor es expresidente de la República.