El ave herida
El sábado salí a caminar antes de la tormenta. Entre el límite sur del campus y la calle, pasa un riachuelo de aguas sucias; el cauce tendrá unos dos metros de profundidad y cuatro de ancho.
Siguiendo el curso, se extiende una acera angosta unida al muro bajo una baranda. Pasaba por ahí, cuando me llamó la atención una dama con dos perros hablándole a no sé qué o a quién en el riachuelo. Lo primero que vi fue un gato echado junto al curso del agua, entre los hierbajos. Pero no fue el gato lo llamativo sino una paloma que medio volaba y daba saltos frente a las narices del gato. La mujer me dijo que la cargaba en el hombro como una lora, y se le había caído.
Como no podía volar, pues tiene dañada un ala, la ha cuidado durante meses. Desde los días en que apareció en su casa, herida, sale de paseo con ella, los perros y el gato. Pero ahora el paseo se ha frustrado. El ave fue a dar con sus plumas al lado del riachuelo y sigue a la dama dando saltitos, obediente a sus voces.
Caminé hasta el final de la baranda, buscando un punto fácil para bajar y recogerla (pues me apiadé no sé si de la vieja o del ave), pero… al final del riachuelo, junto a la boca de un gran tubo, vi a un tipo acuclillado en la sombra liando algo parecido a un cigarrillo.
Le pedí el favor de recoger la paloma. Se levantó, amodorrado, más en otro mundo que en este, dio un traspié y se le fueron los pies al agua, entonces regresó de su sueño interrumpido, y se fue chapoteando hasta alzar el ave. Mientras tanto, el gato se desperezó y salió corriendo. Ya la paloma no necesitaba su compañía.
El tubo de cartón
Entro al avión con el maletín de a bordo y una xilografía dentro de un tubo. Llevarlo es laborioso, pues el tubo no tiene cuerda ni manija. Es preciso llegar al aeropuerto, despachar maletas, pasar migración, rayos X, esperar el vuelo, apretando el tubo de un modo u otro para no perderlo de vista, pues tiene vida propia.
Superada la maraña de requisitos para ingresar a la nave, me acomodo en el asiento y me abrocho el cinturón. El tubo se ha esfumado unos minutos antes en el compartimento que pende sobre la cabeza de los pasajeros, y tendré que buscarlo detrás de los bultos. En el aeropuerto, tras apañar el equipaje en el carrusel, coloco todo en el carrito y salgo a buscar un taxi.
Por fin llego al apartamento donde me esperan y… nada del tubo: prefirió quedarse extraviado en algún otro sitio entre el carrusel y la calle, o en el taxi.
Siguen muchas llamadas. Buenas tardes, quisiera saber si encontraron un tubo de cartón ayer por la noche, después del vuelo tal y tal, no señor, aquí no ha llegado, le avisaremos si aparece, deje sus datos. Son estos, y este teléfono. Gracias. Y con la central de taxis, lo mismo, es decir, nada.
Tres días después, telefonazos sin éxito. A la semana, llama la oficina de cosas perdidas del aeropuerto con la noticia: aquí está el tubo, señor, puede pasar por él.
Lo recojo en el piso de llegadas. Al subir por las escaleras rodantes, se me cae (es asunto suyo, según parece), bajo a buscarlo: alguien lo ha recogido mientras daba saltos y me lo entrega.
Subo al autobús del aeropuerto pensando en la representación del cuadro: un gato camuflado entre el follaje mira con grandes ojos a un ave.
Al bajarme en la parada, me doy cuenta de que voy con las manos vacías.
El ángel de las tinieblas
Norte de Italia, pequeña iglesia de un monasterio. En una cámara que da a la pared izquierda, estaba un atril. Sobre el atril se exhibía un libro con textos y miniaturas fascinantes en oro y en color. Aquellos monjes confiaban en la humanidad. El visitante habría podido pasar las hojas, tocar, tocar… y robar. Pero no me atreví, me dijo mi amigo K., a quien le sorprendió la experiencia.
No se atrevió, aunque le aleteó en la nuca un ángel de las tinieblas: ¿Por qué no cortás una hoja, solo una?, nadie lo notará, insistía mientras revoloteaba sobre las hojas de pergamino. Pero la insidia del ángel no tuvo éxito.
Fue la única vez en la vida, dijo mi amigo, que me martirizó la tentación de quedarme con una obra de arte ajena, como hizo la cohorte de saqueadores que se alzaron con las metopas del Partenón, los obeliscos del Nilo y no sé cuántos despojos más en todo el mundo.
Lo leí hace poco: tardaron más de dos siglos en clasificar el botín napoleónico en Egipto. Triunfo del ángel de los tinieblas y no de la Ilustración. Pero gran fiesta en el monasterio al norte de Italia: el libro de las iluminaciones se quedó intacto y solitario.
La cacería de Huberto
Los cien perros corrieron hacia los patos y los patos salieron volando en fila. Los perros eran de sangre, pezuñas y pelos, ladraban de verdad; los patos no graznaban, porque eran simulacros de plástico en un mecanismo que una vez liberado los hacía alejarse en bandada cerca del pastizal, imitando el vuelo de los pájaros verdaderos, los que gritan y activan la imaginación… y el hambre de los perros que en algún momento descubrirán la patraña tras correr y ladrar como cualquier sabueso a la caza de algo digno de ese nombre.
Esa fue la «Hubertusjagd» en algún lugar cerca de Berlín en un coto de ilustres patos artificiales. Huberto nació en el Languedoc, en el siglo VII. Como santo de la tradición católica, es el patrono de los cazadores. También lo invocan los que elaboran metales e incluso los matemáticos; y aún le queda tiempo para proteger a sus amigos contra la rabia.
En el punto de encuentro, como era de esperar, los anfitriones recibieron a la treintena de invitados. De igual forma los recibió un otoño extrañamente frío, que cascaba huesos, mientras chirriaban los carruajes que nos fueron a recoger para llevarnos al campo de caza, como en una reconstrucción de época inspirada en viejas fotografías amarillentas.
Los «beagles», bien atados, ladraban en coro, conscientes de su condición de jauría, bien educados como la madre que los parió. Antes de soltarlos, hubo un alto en la ruta para tomar vino caliente con especias y azúcar. En vano. Solo la mitad de la gente logró medio vaso. Luego llegó la escena de los perros liberados a su instinto y la fuga de los patos sin instinto. Fue muy alegre escuchar los ladridos que rebotaban por los montes.
Al final del paseo, cuando la jauría había deshecho su formación y los perros vagaban por ahí soñando con patos en el hocico, llegó la hora de la sopa antes de partir de vuelta a Berlín.
Había una mesa, un gran termo y vasos de cartón. Dichoso alivio contra el frío. Cada sopa costaba 6 euros. Fin de la «Hubertusjagd». Nos quedó la alegría de que las víctimas eran plásticas.
El autor es filósofo.