Barrer, lavar, cocinar, limpiar, correr de un lado a otro, gritar lo que sentía a todo pulmón, luchar con las gallinas irrespetuosas que entraban en la casa y nunca parar, era la forma en que pasaban los días de Trina, allá en Bahía Pavones. Su casa era pequeña, pero en ella vivía una multitud. Muchos hijos, nietos, nueras, yernos e infinidad de visitantes, porque aquel lugar era acogedor y alegre.
Tal vez para algunas mentes, las primeras palabras del párrafo anterior demuestran la existencia de una sociedad patriarcal, que no deja a las mujeres dar más de lo que pueden. Pero cuando se conoce a alguien como Trina, las ideas se desmoronan para dar lugar a una humanidad realizada y a un liderazgo indiscutible. Aquella mujer dejaba de lado sus tareas solo para ir a misa o asistir a una oración comunitaria, donde ella gustosa leía con mucha propiedad las lecturas y podía conversar con cualquiera de lo que acontecía en su comunidad.
Para ser líder no es necesario ser notado y aclamado como tal. Es algo que se lleva en la sangre, porque significa guiar, servir de sustento y fundamento a decisiones importantes que van signando el transcurrir del tiempo. ¿Se puede liderar con una escoba o restregando con las manos la ropa sudada y sucia de los que trabajan en el campo?
Claro que se puede, ya santa Teresa de Jesús decía que no había vida espiritual si no se barría con la pasión de quien estaba haciendo una obra de Dios. Aquella mujer, desde el espacio de su casa, orientaba, sabía, informaba, alertaba, ayudaba y alimentaba a los que se habían perdido, o ignoraban, o no se habían dado cuenta, o no estaban atentos, estaban necesitados y hambrientos de sentido para vivir.
Vivir para los demás
Aquella mujer gritaba a todo pulmón lo que significa estar vivo, sea llamando a uno de sus hijos, sea arriando animales o proclamando una lectura sagrada u ofreciendo su opinión en cualquier reunión comunitaria. Al mismo tiempo, sabía comunicar una sonrisa pícara, ver con ojos curiosos lo que ocurría alrededor, preocuparse por su familia y los vecinos, estar presente cuando era necesario y ser una magnífica anfitriona.
¡Cómo se lamentaba si uno no comía! Porque para ella, vivir para los demás no era una obligación, sino una alegría, una forma de experimentar y devolver las cosas buenas que daba la vida. Cuando caía la noche y se podía sentar a tertuliar, lo hacía con gusto y se reía a carcajadas con algún buen chiste. Cantaba con placer al son de las guitarras que tocaban sus hijos, y los coros de aquellas voces de hombres y mujeres del campo, perfectamente entonadas, hacían pensar que en aquella casa algo especial ocurría.
Cuyo, su esposo, siempre más callado, pero no menos cordial. Hacían una pareja muy singular, que hacía respirar ternura en medio de la rudeza de una vida de trabajo y esfuerzo, pero que siempre estaba abierta a la solidaridad de quien conoce lo que significa tener una familia y arrancarse la piel para ayudarlos a crecer como personas de bien.
Algunas veces, mientras me hospedaba en su casa, Trina se sentaba a hablar conmigo de sus preocupaciones: en ocasiones de su familia; en otras de situaciones difíciles que se vivían en una tierra que conocía el conflicto y la lucha contra los que querían nuestras tierras al servicio del narcotráfico; otras veces me hablaba de política, y muchas veces me preguntaba sobre cosas de la Biblia o de la doctrina de la Iglesia. Quería saber y estaba interesada en tener una palabra en la cual confiar. Todo eso lo hacía, tal vez inconscientemente, porque tenía claro cuál era su papel en la historia. Nunca desdeñó su protagonismo en muchísimas cosas y su palabra era muy importante para muchas personas.
Lo interesante es que era muy pequeñita, parecía una muñeca que corría por todas partes con los pies desnudos sin importar el tipo de suelo que pisaba. Ella sabía tener los pies puestos en la tierra, en la realidad con toda su inevitabilidad. Sabía llorar cuando la tristeza la embargaba al ver la pobreza de algunas familias o por el dolor a causa de la pérdida de alguien. Su familia la bromeaba mucho, porque decían que era terca como una mula, lo cual era cierto, pero no por ello era irracional o incapaz de cambiar. Era su personalidad recia y su ímpetu vital lo que la hacían tan fuerte que hasta los hombres rudos de Bahía Pavones le temían.
Mujer tolerante
Su probidad moral la seguía a todas partes, su tolerancia siempre me impresionó, nunca condenaba lo que en otras latitudes urbanas sería fácilmente criticable y hasta censurable. Sabía ocupar su lugar en el mundo con dignidad, pero reconocía que esta tenía que ser encontrada individualmente. Dejaba que cada cual tomara sus decisiones, aunque expresaba su parecer. Si se decidía contrariamente a lo que ella esperaba, tal vez un gesto de disgusto era sanado por una taza de café o por un plato de arroz y frijoles dados directamente a las manos de quien pensaba distinto.
A su manera sabía ser tierna con sus palabras, aunque la primera impresión no era que su lenguaje fuese precisamente dulce. Pero su intención sí que lo era, porque no había malicia en su corazón. Un putazo por alguna razón podía salir sin reproches de su boca y nadie se escandalizaba. Sabía que era dueña de su vida y había tomado las decisiones que le parecían justas y buenas. Era madre, ama de casa, abuela, cristiana, mujer que se vestía bien cuando se necesitaba y que sabía darse su lugar en el mundo que la rodeaba.
La primera vez que me encontré con ella, me recibió con una sonrisa y un apretón de manos callosas. Obviamente, no dejé el lugar sin haber tomado café, pero no iba lejos, me darían hospedaje en la casa de su hija que quedaba a unos cuantos metros en la misma propiedad. Volví a su casa en aquellos primeros días de nuestro encuentro, porque tenía una enredadera que ofrecía sombra y alivio a los calores veraniegos de la zona sur.
Allí, junto a ella y sus hijas, que no dejaban del todo, aunque casadas, el terruño familiar, desfilaban los viajantes que iban a lo largo de la playa o a lo alto de la montaña. Allí, tenían agua, naranjas, café y hasta un pedazo de pan o una galleta de soda como alivio a su caminar bajo el sol. Así, las noticias de una parte y otra se transmitían y se interpretaban en un lugar sin teléfonos y sin electricidad.
En ese ir y venir, poco a poco, en mi relación con ellos, comencé a entender muchas cosas de lo que significa mi propia vocación y mi propio lugar en el mundo. Seguramente Trina, como Cuyo, Josean, Blanca y tantos otros dejaron una huella indeleble en mi interior que ahora solo puede ser tributo a su benevolencia. Ahora que nos deja Trina, no dejo de pensar en lo afortunado que fue conocerla, de dejarme cautivar por aquella simplicidad que alegró mis días como el evangelio de la Pascua.
Valioso legado
Al mismo tiempo, pienso en lo mucho que personas como ella han dejado como legado importantísimo para nuestra nación. Trina Zúñiga no salía en las noticias diseñadas en la lejana tierra de San José, pero era famosa y su fama se extendía aún más allá de Bahía Pavones.
Nadie sabe que tuvo que enfrentar a la policía por acoger en su tierra, junto con Cuyo, a las familias de campesinos que fueron desalojadas de las tierras que reclamaba un narcotraficante extranjero, preso en Estados Unidos. Nadie supo en nuestra capital que dejaron la propiedad de ellos llena de agujeros buscando armas inexistentes, que seguramente ellos resguardaban para aquella gentuza peligrosa que tenía machetes para trabajar y a los que la policía les había quemado sus pertenencias en un gesto de total desprecio y violencia.
A pesar de tantas cosas vividas, Trina creía en Dios, sabía que su fe era la fuente de su esperanza y que la libertad para trabajar y ganarse el pan eran un derecho que tenía todo ser humano.
Ella proclamaba las lecturas de la Biblia con convicción y responsabilidad, sabía que solo en Dios se podía recomponer nuestra flaca naturaleza humana. Por ello, con una fe simple y una sonrisa pícara, iba a la iglesia para rezar, cantar y alegrarse con los demás.
¡Cuánta gente así necesitamos! Personas que saben que el mayor milagro que experimentamos es vivir. Por eso, Trina seguirá siempre viva allá, en Bahía Pavones.
El autor es franciscano conventual.