Dinero sucio, filantropía manchada

Una droga volvió inmensamente rica a una familia cuyas donaciones llegan hasta el MET

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MELBOURNE – En el 2017, la expectativa de vida en Estados Unidos cayó por tercer año consecutivo. La caída se debe a un aumento de la tasa de mortalidad entre la población blanca de mediana edad, que contrarresta la reducción de la mortalidad entre niños y ancianos. ¿Por qué están muriendo más estadounidenses blancos de mediana edad?

Los economistas Anne Case y Angus Deaton, de Princeton, señalan la epidemia de opioides como un factor importante. Cifras de los Centros de Control y Prevención de Enfermedades de los Estados Unidos muestran que entre 1999 y el 2017 casi 218.000 personas murieron por sobredosis relacionadas con opioides de receta (esas muertes se quintuplicaron en ese período).

El principal responsable de ese abuso catastrófico de opioides de receta es el fármaco OxyContin, producido por Purdue Pharma LP, cuya venta reportó a la empresa más de $31.000 millones. La posición dominante del OxyContin en el campo de los opioides de receta no se debe a ninguna ventaja inherente (en varios ensayos cuidadosamente controlados se determinó que no tiene ninguna), sino a la vigorosa estrategia de comercialización de Purdue, iniciada por Arthur Sackler.

Purdue es una empresa privada que volvió inmensamente ricos a Sackler, a sus hermanos Mortimer y Raymond, y a sus descendientes. Arthur Sackler murió en 1987, ocho años antes del lanzamiento de OxyContin, pero sentó las bases para el éxito de este fármaco al instituir una estrategia de ventas basada en invitar a los médicos a asistir a congresos en atractivos lugares en Florida, Arizona y California, con todos los gastos pagados. Purdue también les pagaba por dar charlas. Los representantes de ventas recibían jugosas compensaciones según la cantidad de fármacos de Purdue recetados por los médicos que visitaran (vendedores particularmente buenos llegaban a ganar más de $200.000 en premios).

El papel de Purdue en la promoción de la epidemia de opioides atrajo la atención de las autoridades federales. En el 2007, la empresa y tres ejecutivos se declararon culpables de prácticas de comercialización fraudulentas en relación con el OxyContin y aceptaron pagar $634 millones en multas. Pero hasta hace poco, la familia Sackler había eludido bastante bien las críticas por la conducta de su empresa. Eso cambió el mes pasado, cuando el estado de Massachusetts entabló una demanda contra la empresa y 16 ejecutivos y miembros de la familia, incluido Richard Sackler, sobrino de Arthur. Por su parte, la ciudad de Nueva York y otros gobiernos municipales también han incluido a miembros de la familia Sackler en demandas por daños y perjuicios contra Purdue.

En su demanda, el estado de Massachusetts afirma que miembros de la familia Sackler siguieron promoviendo la venta del fármaco mucho después de haber sabido que era peligroso y adictivo. La respuesta de la empresa fue intentar redirigir la culpa. En el 2001, Richard Sackler (entonces presidente de Purdue) escribió en un correo electrónico que la empresa debía machacar con que la culpa era de los abusadores del fármaco, un comentario que en opinión de Joanne Peterson, directora de una red de apoyo para familias de abusadores de drogas, muestra un “desprecio descarado por la vida humana”.

Los Sackler han dedicado parte de su riqueza al apoyo del arte. Sus nombres aparecen en galerías, alas y otros espacios en muchos importantes museos, entre ellos el Metropolitan y el Guggenheim (Nueva York); el Smithsonian (Washington); el Louvre (París); y la Real Academia de las Artes y el Tate (Londres). También hay escuelas, institutos, bibliotecas o centros Sackler en diversas universidades (Tufts, Oxford, Cambridge, Columbia, Tel Aviv, etc.) y una cátedra Sackler en la Universidad de Princeton (donde enseño).

La caída en desgracia de la familia Sackler plantea notables cuestiones éticas a muchas instituciones prestigiosas. Es imposible devolver donaciones que se hicieron hace décadas y se usaron para construir nuevas galerías o alas de edificios. Pero ahora muchas instituciones se niegan a aceptar dinero de la industria del tabaco, y no mantendrían el nombre de una tabacalera o de su principal propietario en uno de sus edificios.

Nan Goldin, fotógrafa cuyos trabajos se han exhibido en el Metropolitan Museum of Art y en el Museo Sackler de la Universidad de Harvard, es una adicta a los opioides en recuperación. Considera que la presencia del nombre Sackler en una institución la vuelve culpable, y organizó una protesta en el Ala Sackler del Metropolitan. Maureen Kelleher, una artista cuyo trabajo se exhibió en un sitio web perteneciente al Centro de Arte Feminista Elizabeth A. Sackler del Museo de Brooklyn, tras leer una nota de Patrick Radden Keefe en el New Yorker titulada “La familia que construyó un imperio con el dolor”, pidió que su trabajo se quitara del sitio (Elizabeth Sackler es la hija de Arthur).

Hace más de un año, el New York Times encuestó a 21 organizaciones culturales que recibieron sumas considerables de fundaciones supervisadas por Mortimer y Raymond Sackler (dueños de Purdue al momento del lanzamiento del OxyContin). Ninguna indicó que fuera a devolver donaciones o rechazar otras que se hicieran en el futuro. Pero las pruebas públicamente disponibles de cómo los Sackler promovieron la venta de OxyContin son mucho más inculpatorias ahora que hace un año. ¿Realmente hay alguna institución que quiera exhibir los nombres de personas cuya inescrupulosa búsqueda de ganancias provocó tanto sufrimiento?

Que la sección del Metropolitan Museum of Art que alberga el espectacular Templo de Dendur se siga llamando Arthur Sackler no es del todo objetable. Sus técnicas de comercialización infringieron normas éticas en cuanto a lo que pueden hacer las empresas farmacéuticas para conseguir que los médicos receten sus productos, pero el verdadero daño se hizo cuando esas técnicas se aplicaron a una droga sumamente adictiva como OxyContin. En aquel momento, Arthur ya había muerto, y sus herederos habían vendido su participación en Purdue. De modo que Elizabeth Sackler tampoco es responsable por lo que sucedió después.

Pero la cuestión de si está bien que una organización sin fines de lucro acepte donaciones de miembros de la familia Sackler, que de hecho se enriquecieron con la venta de una droga que convirtió en adictos a cientos de miles de sus usuarios, es una pregunta distinta a la de si una institución debería llevar sus nombres. Aquellos miembros de la familia deberían ofrecer disculpas a las víctimas y a las familias de quienes murieron, y comprometerse a usar sus fortunas no para promover el arte sino para reducir el sufrimiento; de ser posible, en una escala idéntica a la del sufrimiento que causado mientras acumulaban su riqueza. Eso implica hacer donaciones a organizaciones sin fines de lucro que sean máximamente eficaces en la reducción del sufrimiento, en cualquier parte del mundo. Se justifica que los receptores acepten el dinero de los Sackler para ese fin.

Peter Singer es profesor de Bioética en la Universidad de Princeton, profesor laureado en la Universidad de Melbourne y fundador de la organización sin fines de lucro The Life You Can Save. Es autor de libros como “Practical Ethics, One World Now” y “The Most Good You Can Do”.