Sergio Ramírez fue galardonado con el Premio Cervantes 2017. Foto AFP
Días atrás afirmé que la demagogia —decadencia de la democracia— es el gran peligro de los sistemas constitucionales; uno de sus síntomas típicos es un parlamento integrado por representantes con un bajo nivel cultural.
Una vía para reconocer el bagaje intelectual de un parlamentario es su discernimiento a la hora de otorgar un honor legislativo. Dadas las consecuencias que para la cultura nacional acarrean, los honores parlamentarios son una acción cívico-cultural de primerísimo nivel, y, por tanto, un delicado acto de selección y discriminación sobre el contexto, trasfondo histórico, hechos y circunstancias relacionados con el personaje que se quiere honrar. En otras palabras, es una decisión cardinal que depende de la profundidad intelectual del congresista, y tal profundidad no se improvisa: se tiene o no se tiene.
El legislador no puede, a última hora, apresurarse a averiguar quién será el fulano al que desean honrar, porque nunca entenderá el contexto histórico ni en qué radica la fuerza del aporte y la obra de este.
Así, sucedió recientemente durante el fallido intento de otorgar la ciudadanía de honor al insigne escritor Sergio Ramírez, Premio Cervantes 2017. Sergio tiene atributos como hombre de letras para recibir una distinción de naturaleza cultural y, muerto Ernesto Cardenal, tal vez sea el personaje vivo más influyente en la historia política y cultural de Nicaragua.
Pero sobre todo, por las circunstancias actuales, la ciudadanía de honor era una decisión política vital para alimentar la fuerza moral de nuestra democracia, auxiliar diplomáticamente a un perseguido político y apoyar la causa democrática de nuestro hermano país.
La propuesta naufragó por la exigencia de varios diputados que prefirieron detener la causa con el objetivo de averiguar quién era el fulano que algunos pretendían honrar. Básicamente, por ignorancia.
A ese desaguisado se suman yerros de una reciente mal escrita historia de las honras legislativas, como lo es confundir el rango y especialidad de los honores que se han dado en nuestro país. Para información básica de nuestro parlamento —tan venido a menos— y para comprender sus últimos desatinos en materia de distinciones, una explicación básica: la ciudadanía de honor, por la propia condición del mérito, siempre se destinó a las personalidades extranjeras que hicieron alguna contribución vital a nuestro país o a la humanidad. Así, se distinguió a extranjeros como el médico corso Antonio Giustiniani, al político estadounidense Franklin D. Roosevelt y al polaco Juan Pablo II, hoy santo.
Para los costarricenses o residentes en nuestro país, están las distintas clasificaciones de benemeritazgos, según el tipo de contribución a la patria: el benemérito de la patria honra el aporte general a la vida sociopolítica e intelectual del país; a Valeriano Fernández Ferraz se le declaró específicamente benemérito de la enseñanza, por ser organizador de nuestra educación secundaria; en 1943, a Clorito Picado se le otorgó el benemeritazgo de la patria por sus aportes a la ciencia y beneméritos de las letras patrias, según acuerdos legislativos de 1953, son Manuel González Zeledón (Magón) y Aquileo Echeverría, autor de concherías.
Quienes decretaron esos honores entendían las diferencias y, por ello, honraron con los títulos correctos a cada uno según la naturaleza de su aporte. El merecido honor de los beneméritos de la cultura artística costarricense Isidro Con Wong y Fernando Carballo debió darse correctamente como beneméritos del arte o la cultura plástica.
Otorgarles la ciudadanía de honor contraviene dos realidades: el reconocimiento fue diseñado para los extranjeros y porque darles una ciudadanía no discierne el mérito adecuado que ostentan, es decir, ser figuras señeras de nuestra cultura plástica. La decisión refleja lo que es tan usual en nuestro parlamento: la carencia de criterio para tomar decisiones.
Otro craso error cometido en los últimos años por los legisladores es la manía de honrar entidades públicas. No dudo de las instituciones honradas con el benemeritazgo; sin embargo, a partir del principio de legalidad, la idea de declarar benemérita a una entidad, en especial si es pública, revela el desconocimiento que los congresistas tienen respecto de los fines constitucionales de las instituciones.
Desde que una institución es creada, es benemérita. Emitir un decreto legislativo para redeclarar esa condición por encima de otras entidades, como a las universidades públicas que han sido distinguidas como beneméritas de la cultura, crea una excepción inconstitucional.
Como bien señaló el historiador Guillermo Solera Rodríguez, «los honores son para estimular en la ciudadanía el fomento de las virtudes patrióticas». No fueron instituidos para hacer excepciones entre una institución pública y otra. A mi hijo cirujano, quien heredó la vocación de sus abuelos, lo motivo para que se inspire en los méritos de sus ancestros o próceres de la medicina, como el Dr. Sáenz Herrera, el Dr. Joaquín Sanz Gadea (héroe español de la medicina en el Congo) o el Dr. Ricardo Moreno Cañas. Nunca se me ocurriría sugerirle que emule los valores de un hospital, por muy benemérito que sea.
Lo más grave es cuando se intenta inmortalizar a personajes sin ser dignos de galardón. El benemeritazgo es algo serio. No se trata de que alguna congresista conozca bien a un personaje popular de la farándula y el entretenimiento, y entonces le interese homenajearlo por consideraciones relativas a ese tipo de actividades, ajenas a lo que estrictamente es una impronta en beneficio del país o la humanidad. Por cierto, me informan de que en estos días algo así se propondrá.
El autor es abogado constitucionalista.