Un buen día, hace alrededor de 10 años, me uní a los cientos de gentes que formulan cada domingo la solemne promesa de no volver al estadio.
No era un fanático compulsivo de esos que van al juego con radio para oírlo simultáneamente, regresan a la casa a ver todos los programas deportivos y leen hasta la última de las crónicas en los periódicos del día siguiente.
Iba al estadio de vez en cuando, hasta que me convencí que no valía la pena porque algo había empezado a cambiar: se iniciaba el fin de la era del futbol-competencia para dar paso a la época del futbol-espectáculo que vivimos ahora.
Empezaban a desaparecer la garra, la entrega, el amor por la camiseta, el desinterés pecuniario, el jugar por el placer de hacerlo, la disputa ardorosa en la cancha --y no en los tribunales de la Federación y mucho menos en las tertulias deportivas--, la mística, y en su lugar surgían las pinturas en la cara, los diseños de las camisetas, los árbitros como estrellas principales, las licras, los jugadores haciendo trencito y numeritos y toda clase de piruetas para celebrar los goles, los monstruos, los diablos, los leones, sus majestades, los matadores, las ultras, las turbas y las horas tatá.
De ahí que los jugadores --?se les puede culpar?-- tengan que actuar en consecuencia, a tono con la nueva pauta de conducta que les impone el mercado: cobro, luego pateo.
En fin, el futbol es ahora más una estructura promocional, publicitaria y financiera (solo en nuestro ingobernable campeonato es posible tener cuatro "clásicos" seguidos) que aturde los sentidos y desplaza los conceptos de calidad, que una gesta deportiva.
Hoy se juega con alegría y con solvencia; antes simplemente se jugaba bien... y con suspensorios.