No hay experiencia más devastadora para una persona que sentirse rechazada por los demás después de dar la vida por un trabajo, una causa o un sueño compartido. La sensación de soledad e injusticia a veces se hace insoportable para quienes han tenido la paciencia y el cuidado de tratar de hacer lo mejor por otros.
Sí, no todos piensan que las acciones del otro son irremplazables, porque las nuevas ideas o las ganas de liderar una determinada empresa humana terminan por excluir a quienes parecen obsoletos. No siempre ha sido así, al contrario, antes se veía la experiencia como fuente de conocimiento. Hoy, lamentablemente, la experiencia no cuenta como innovación.
La verdad de las cosas es que la vida sin experiencia no es innovadora, y la innovación sin vida pasada y reflexionada es solo experimento.
Se ha dicho muchas veces que la historia es la maestra de la vida, pero hoy es fácil reprobar esta materia. Como en la época del surgimiento del comunismo, el fascismo y el nazismo, el futuro se ha convertido en un mito que condiciona el desarrollo del presente.
El avance sin obstáculos es solo una quimera utópica con siete cabezas y diez cuernos, como la bestia del Apocalipsis (Ap. 13): concretización terrena del ansia de dominio. Es obvio que quienes mantienen esta visión de las cosas consideran la ideología del individualismo y de la providencia mágica una verdad incuestionable. Como si el futuro no fuera una construcción hecha de miles de retazos de decisiones y quereres personales. Más y más se enaltece al individuo, menos y menos libre se es. La libertad es consciencia de nuestra mutua necesidad.
Libertad compartida. No se puede ser libre por la simple autorreferencialidad. La libertad es una condición compartida con otros, incluso cuando nos oponemos al querer de una colectividad, porque el que busca ser libre pretende razonar y actuar según la justa razón. Pero esa razón no es mero producto de la mente del individuo, sino el resultado de un diálogo, de la confrontación con el otro.
El tamiz de nuestro razonar siempre será la mente ajena, el actuar alternativo, la incidencia objetiva de las acciones en la realidad.
Sin los filtros del diálogo y del respeto mutuo, las construcciones ideológicas terminan ahogándose en su propia presunción de superioridad. Por ello, se vuelven inflexibles reacciones de autoritarismo. Surge, entonces, el despotismo más descarado y la irracionalidad más antojadiza.
Cuando la razón ideológica prevalece sobre la razón dialógica, el solipsismo del deseo autárquico enceguece y conlleva a la ruina del bien social. Quien domina sobre otros de esta forma, termina secando su alma y desoyendo las voces de la bondad y la fraternidad. Entonces, la generosidad se vuelve dádiva interesada, el emprendimiento corrupción y la vida social, encarnizada competencia por la sobrevivencia.
Podemos decir que todo esto ocurre cuando no se agradece a los otros el esfuerzo que han hecho. Parece algo banal, pero no lo es. La auténtica vida humana, la que crea amistad, amor, solidaridad, cercanía y armonía, nace siempre de la manera con la cual vemos a los otros.
Si el agradecimiento es el fundamento de nuestro estar en relación, la confrontación de ideas, pareceres y visiones de mundo se transforma en pasión por construir un mundo mejor. El agradecimiento implica reconocerse necesitado y, por lo tanto, insuficiente.
Se trata de una actitud humilde hacia el mundo que nos rodea, porque quien es agradecido disfruta la realidad y la diversidad que ella contiene. Este es el remedio contra el fanatismo y el fundamentalismo ideológico.
¿Qué significa estar agradecido? En primer lugar, ser respetuoso y cariñoso con quienes comparten nuestra vida y nuestros proyectos. El respeto implica comprensión y reflexión, mientras que el cariño expresa necesidad y solicitud de ayuda. En segundo lugar, una comunicación asertiva y abierta. No se puede estar agradecido si no crecemos en el mutuo conocimiento, que solo es posible cuando las mentes se abren al reconocimiento del otro (motivaciones, historia, esfuerzos, fracasos y éxitos). Ni tampoco se puede gozar del otro si no somos lo suficientemente abiertos para ser transparentes en el diálogo y en el ofrecer lo que somos como personas.
Agradecer significa siempre un dinamismo en dos sentidos: la aceptación del otro y la donación de uno mismo al otro. El antónimo del agradecimiento nos es formalmente la ingratitud o el olvido, sino el engreimiento. Por tanto, la soledad, el temor del otro, la necesidad de autocomplacencia, la envidia, el odio, la violencia, la enemistad y la indiferencia son producto directo de la falta de reconocimiento de la gratuidad de la vida y de los demás.
No hay duda de que estar agradecido es el primer paso para sentirnos parte de un destino común. Esto quiere decir, tener conciencia que solo comunitariamente podemos poner los cimientos de una convivencia rica y generosa. No son los esfuerzos individuales los que generan un cambio positivo en la vida de los pueblos. Son los esfuerzos comunes, de corazones comprometidos con los otros, los que crean las condiciones necesarias para la razón y la discusión, para la solidaridad y la sustentabilidad, para la comunión y la familiaridad. No estar agradecidos nos aleja, porque empobrece nuestra humanidad.
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¿Quién puede sentirse agradecido? Esta tal vez sea la pregunta más importante, porque nos concierne radicalmente. Hay, sin duda, algunas condiciones necesarias: tener una justa percepción de sí mismo y del papel que los demás desempeñan en nuestra propia vida; sentirse a gusto con la divergencia porque se comienza a entender otro punto de vista y de actuar; reconocer el valor del discernimiento compartido para hacer del encuentro con otros una caldera de ideas y de proyectos con un sentido solidario; sentir la necesidad de la amistad y de sus innumerables fuentes de apoyo; resistirse tenazmente al propio orgullo para reconocer la necesidad de ayuda; y, sin asomo alguno, estar dispuesto a ofrecer lo mejor de los sentimientos, valores y acciones a los demás.
El agradecimiento es connatural a nuestra condición humana, porque somos seres empáticos y sociales. Sin embargo, también son una realidad los sentimientos egoístas que podemos encerrar en el corazón. Engreírse en esta dimensión negativa es una posibilidad, pero nos encajona en la tristeza y nos lleva a la egolatría, que es una gran esclavitud. Hay que reafirmarlo: para ser libres es necesario estar agradecidos con los demás.
El autor es franciscano conventual.