El viernes pasado tardé dos horas y diez minutos en llegar desde mi casa en Montes de Oca a una actividad por el Cariari. No hubo ningún incidente en particular, sino, simplemente, demasiados carros en las vías. Arribé a la hora del burro. Una vez concluida mi participación, tardé otros 40 minutos a la oficina, pues, esta vez sí, había una manifestación en la autopista General Cañas. En resumen, de cuatro horas laborables estuve casi tres comiendo uñas en un carro. Productividad cero.
Digamos que tuve mala suerte y me la jugué mal escogiendo las rutas. Sin embargo, la cuestión es que cada vez con más frecuencia la ciudad tiene días malos para más personas. En mi caso, los tiempos de transporte hacia el trabajo se duplicaron en los últimos diez años. Mucho peor la tienen quienes vienen a trabajar desde Paraíso, Aserrí o Grecia. Hace pocos años se calculó que las presas costaban al país casi el 3% del PIB si se contabilizaba la pérdida de tiempo y la contaminación. Ese cálculo fue hecho cuando había 300.000 vehículos menos en las calles.
¿Por qué esta irracionalidad? Básicamente porque todos tomamos la mejor decisión para resolver el problema de movernos y la sumatoria de estas decisiones individuales produce un resultado colectivo desastroso. Aquel quiere llegar más rápido, se compra una moto y ocasiona más caos vehicular. El otro se cansó de ir en bus, compra un carro y va más cómodo, pero agrava el problema de la ciudad. Y así agreguen historias.
El telón de fondo es el efecto combinado de los cuatro jinetes del Apocalipsis: la falta de ordenamiento territorial, cuyo efecto es que la ciudad crezca de cualquier manera hacia cualquier lado; una profunda distorsión en el sistema financiero, volcado a los préstamos personales y no a la producción; el subdesarrollo de los sistemas de transporte público por el dominio de los intereses gremiales de transportistas, vendedores de carros y la desidia pública; y la ambivalencia del Estado, que obtiene jugosos ingresos por impuestos a combustibles y vehículos.
¿Hay salida? Lo primero, como los alcohólicos, es reconocer la enfermedad. El caos vial es un monumental problema no resuelto del desarrollo nacional que afecta la economía, el ambiente y la vida de millones. Luego, vienen medidas concretas como una inversión masiva en sistemas de transportes con tecnologías de punta y parqueos de proximidad donde la gente deje su vehículo y se monte en buses o trenes. Pongámonos una meta: una ciudad en la que nadie esté a más de 45 minutos de cualquier destino.
Jorge Vargas Cullell es gestor de investigación y colabora como investigador en las áreas de democracia y sistemas políticos. Es Ph.D. en Ciencias Políticas y máster en Resolución alternativa de conflictos por la Universidad de Notre Dame (EE. UU.) y licenciado en Sociología por la Universidad de Costa Rica.