A veces la ciencia y la ciencia ficción se dan la mano. El más raro intercambio «científico» en el que participé alguna vez versaba sobre la práctica de conservar bajo frío extremo el cuerpo de una persona fallecida a causa de una enfermedad incurable, esperando que la cura sea descubierta en el futuro y se abra así, alguna posibilidad de resurrección. A un comentario en torno a la imposibilidad de prolongar la refrigeración durante mucho tiempo, un científico replicó que él confía en que el problema del tiempo tenga solución tan pronto como un cuerpo congelado pueda ser enviado al futuro a través de un «hueco de gusano» —sí, como suena—.
Imaginemos ahora que descubrimos en la profundidad del océano una nueva especie animal, la de los orfos, unas criaturas que se mueven en su hábitat sin alejarse demasiado del lecho marino, pues aquellas que intentaron nadar a mucha altura reventaron bajo el efecto de la baja presión. Cierto día, un descuidado navegante deja caer, en el abismo abierto bajo su embarcación, un sacacorchos que, antes de perderse en el fondo, golpea a un orfo sin causarle daño. Supongamos que, pese a sus limitaciones comunicativas, el animalito alcanza a compartir la experiencia con sus congéneres y conjetura que el objeto en cuestión revela la existencia, en las inalcanzables regiones superiores, de seres vivientes cuyos cuerpos están sostenidos por fuertes esqueletos metálicos —ya sabrá él cómo definir el concepto de metal, pues para ello cuenta con un mínimo arsenal deductivo—. Otro orfo, más inteligente o menos estúpido, opina que, dada su presumible dureza, el objeto en cuestión es, más bien, un artefacto que revela la presencia, fuera del agua, de seres super civilizados capaces de confeccionar armas y herramientas. Se abre así, entre orfos naturalistas y orfos artificialistas, un debate filosófico que nunca será zanjado.
Podríamos afirmar que los seres humanos nos enfrentaremos a una situación semejante después de que los astrónomos calcularon la desatinada órbita de un asteroide, con forma de un puro mal arrollado, que atravesó nuestro sistema solar. Enseguida se sugirió que podría tratarse de una nave extraterrestre abandonada. En todo caso, especular frente a lo ignoto es un buen detonador de la fantasía y, ¿por qué no?, de algunos arrebatos místicos.
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El autor es químico.
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