Las primeras gotas de la tarde anunciaban la cercanía de un aguacero en la capital, sin duda una señal desalentadora para una familia urgida de corazones bondadosos.
Con la carita triste y fatigada, dos pequeños buscaban el caluroso abrazo de su madre mientras el papá solicitaba ayuda a los presurosos transeúntes.
A pesar de la amenaza de lluvia, los cuatro permanecían sentados y acurrucados en una acera con la esperanza de recibir alguna moneda... o un bocado.
Muy cerca de ellos, un paisano, con un cartel y una banderita de Venezuela, aprovechaba la luz roja del semáforo para acercarse a los choferes de los vehículos.
Más allá, en una tiendita de campaña, un bebé dormía ajeno al afán con el que los mayores buscaban reunir lo necesario para reanudar su calamitosa marcha.
Al día siguiente, los rostros habían cambiado, pero la angustia era la misma: niños, adultos y ancianos imploraban por algún gesto de solidaridad en las calles de San José.
Todos ellos forman parte de una lastimera caravana de migrantes que salieron de su tierra natal decididos a dejar atrás la pobreza extrema, la represión y la violencia.
Su paso por Costa Rica representa solo una breve escala en su extenuante y peligrosa travesía por buena parte del continente con rumbo a Estados Unidos.
Las dramáticas historias que ellos cargan deberían movernos a reflexionar sobre las terribles consecuencias del autoritarismo y la importancia de cuidar nuestra democracia.
Pero también deberían obligarnos a pensar seriamente sobre cómo vamos a atender este flujo de personas que, lejos de amainar, podría aumentar en los próximos meses.
De momento, el gobierno se mantiene a prudente distancia. Ya advirtió de que tiene un espacio fiscal estrecho para atender a las poblaciones migrantes y refugiadas.
Entonces, el peso de la atención de estas personas recae sobre Iglesias, municipalidades, organizaciones no gubernamentales y buenos samaritanos.
Sin embargo, en medio de la delicada situación socioeconómica que vive el país, surge la duda sobre si estas loables iniciativas serán sostenibles en el tiempo. Ojalá.
Pero también va siendo hora de que la comunidad internacional, que hasta el momento parece insensible ante la diáspora venezolana, le tienda la mano a este necesitado pueblo peregrino.