Brasil entre la justicia y la democracia

Permitir a Lula participar en la próxima elección libraría la democracia brasileña de la amenaza de Bolsonaro, un homófobo, sexista, racista y cuasifascista.

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

CIUDAD DE MÉXICO – La próxima elección presidencial en Brasil –novena desde la restauración de la democracia en 1985– tendrá lugar en un contexto desolador, y no solo por la reciente destrucción del Museo Nacional de Río de Janeiro en un incendio, ni tampoco por la incertidumbre de la recuperación económica. El proceso electoral está distorsionado por un sinfín de escándalos judiciales y de corrupción, y hay una creciente desconexión entre la justicia y la democracia.

La pregunta respecto de cuál de las dos prevalecerá ya ha tenido una respuesta parcial. En una de las derivaciones del escándalo de corrupción revelado por la operación Lava Jato –que desde su estallido en el 2014 ha sacudido a la clase política, el empresariado y el sistema judicial de Brasil– el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva fue declarado culpable de corrupción. Mientras se tramita la apelación de la sentencia, Lula languidece en una celda de prisión, cumpliendo una condena a doce años.

Pero Lula (que sigue siendo el político más popular de Brasil) quiere presentarse a la presidencia. Este mes las autoridades electorales dictaminaron que no puede hacerlo, porque la ley brasileña de “ficha limpia” –promulgada por el mismo Lula durante su segundo mandato– prohíbe a personas con condena firme por corrupción candidatearse a cargos públicos. Un amplio sector de la población brasileña apoyó la decisión, para sacar a Lula de competencia.

Pero muchos brasileños –y observadores extranjeros, entre los que me incluyo– seguimos abrigando serias dudas al respecto, sobre todo por dos razones. En primer lugar, Lula está en prisión por un delito relativamente menor (al menos por ahora), y fue condenado por un tribunal inferior. Sacar de la elección al candidato favorito, por ilícitos de poca monta relacionados con un caso sumamente politizado, es una maniobra excesiva y dudosa con potencial de disgustar e incluso enfurecer a los millones de brasileños que aún veneran a Lula.

En segundo lugar, desde un punto de vista práctico, mantener a Lula fuera de la competencia aumenta las probabilidades de que se imponga Jair Bolsonaro, un exparacaidista militar conocido por sus posturas homófobas, sexistas, racistas y cuasifascistas.

Por cierto, aunque antes de la decisión definitiva sobre la habilitación de Lula el favorito era Bolsonaro, después las encuestas comenzaron a indicar que en el previsible balotaje casi todos los otros candidatos lo derrotarían fácilmente. Pero todo cambió el 6 de setiembre, cuando Bolsonaro fue víctima de un fallido intento de asesinato que lo obligó a suspender la campaña por varias semanas. Tras varias cirugías, y sobrevivir por muy poco, recibió una oleada de simpatía, y hoy algunas encuestas lo muestran obteniendo más del 30 % de los votos en la primera vuelta (más del doble que los otros candidatos).

En cuanto a Lula, poco puede hacer salvo entregar su apoyo a su compañero de fórmula, Fernando Haddad, que fue alcalde de São Paulo y ministro de Educación. Pero aunque el respaldo de Lula mejoró las perspectivas de Haddad –que ahora está prácticamente empatado con la mayoría de los otros contendientes– sigue muy por debajo de Bolsonaro en las encuestas.

Por supuesto, es posible que la situación cambie drásticamente en la segunda vuelta. En las elecciones del 2002 y el 2017 en Francia, los candidatos de derecha –Jean-Marie Le Pen y Marine Le Pen, respectivamente– sufrieron rotundas derrotas en la segunda vuelta cuando los votantes se unieron detrás de sus oponentes. De hecho, Jacques Chirac, en el 2002, y Emmanuel Macron, en el 2017, recibieron el apoyo de prácticamente todos los contendientes de la primera vuelta, desde todo el arco político, porque ninguno estaba dispuesto a permitir que un candidato xenófobo ganara la presidencia.

Pero no hay garantías de que los brasileños también se unan detrás del oponente de Bolsonaro o que este no obtenga en primera vuelta una ventaja imposible de superar en el balotaje. En cualquiera de los dos casos, Brasil terminaría con un presidente extremista que elogió a la dictadura militar de los años sesenta y setenta, solo porque al único candidato que hubiera sido capaz de derrotarlo lo sacaron de la contienda. Podría ser la destrucción de la democracia brasileña en aras de defender la justicia.

En un mundo ideal, la justicia y la democracia siempre van de la mano. Pero en el mundo real, tenemos que tomar decisiones difíciles y analizar qué estamos dispuestos a sacrificar por un bien mayor. En el Brasil de hoy, eso implica preguntarnos si el cumplimiento de una interpretación estricta de la ley y el castigo a todo aquel que se entregue a prácticas corruptas justifica abrirle la puerta a una amenaza potencial a la democracia.

Muchos prestigiosos brasileños con impecables credenciales democráticas, por ejemplo el predecesor de Lula, Fernando Henrique Cardoso, sostienen que hay que respetar la ley a cualquier costo. No es un argumento fácilmente rebatible, sobre todo dada la posibilidad de que Bolsonaro todavía pierda la elección, en cuyo caso ambos principios saldrían ganando.

Pero tampoco pueden negarse los riesgos creados al adherir a esta postura. De Hungría y Polonia a Italia y Alemania (por no hablar de Estados Unidos), fuerzas políticas de ultraderecha, autoritarias, populistas y antisistema han acrecentado su poder –o al menos su influencia sobre el gobierno– mediante la participación en elecciones democráticas, y una vez en el poder, se dedican a subvertir las instituciones de la democracia. En Hungría, por ejemplo, el primer ministro Viktor Orbán aprovechó la mayoría parlamentaria de su partido para llenar los tribunales de jueces leales, hacerse con el control de los medios públicos y enmendar la Constitución para debilitar a sus oponentes.

En este contexto, debemos hacernos una pregunta que no admite una respuesta fácil: ¿Hasta qué punto deberían los demócratas –progresistas y conservadores por igual– relativizar las normas para proteger a la democracia y al Estado de derecho de quienes intentan subvertirlos?

Si dependiera de mí, hubiera permitido a Lula participar en la próxima elección para librar a la democracia brasileña de la amenaza de Bolsonaro. Es posible que muchos tan comprometidos con la democracia como yo estén en desacuerdo. En cualquier caso, solo nos resta esperar que el nuevo compromiso de Brasil con la defensa del Estado de derecho no termine subvirtiéndolo y derribe con él a la democracia.

Jorge G. Castañeda, exministro de Asuntos Exteriores de México entre el 2000 y el 2003, es profesor de Ciencias Políticas y Estudios Latinoamericanos y del Caribe en la Universidad de Nueva York. © Project Syndicate 1995–2018.