En el Evangelio según san Juan, capítulo primero, primer versículo se lee: “En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios”. Del segundo pecado del Génesis, Caín, el asesino de su hermano menor Abel, fue condenado por Dios a vagar errante y a llevar en su frente una misteriosa señal que, al mismo tiempo que dice su carácter de asesino, impide que lo puedan matar. De una manera misteriosa, al verse excluido de su zona de confort, Caín se vio obligado a fundar una ciudad y con ella la civilización.
Génesis. El libro del Génesis forma parte del Pentateuco y no tiene un solo autor sagrado (hagiógrafo). Es el resultado de antiguas tradiciones orales, populares y de la recopilación de las tres fuentes o tradiciones: yavista, eloísta y sacerdotal. Fue escrito aproximadamente en el siglo X antes de Cristo. Las formas literarias que se usan en el Génesis son: relatos míticos, leyendas y genealogías.
Las narraciones de los primeros capítulos no son del todo originales, ya que en la literatura antigua de los pueblos cercanos a Israel, como en toda la región de Mesopotamia, se encuentran leyendas, cuentos, relatos populares y mitos que hablan de los orígenes del mundo.
Es un hecho que la interpretación literal o no de la Biblia ha causado muchas confusiones e incluso conflictos armados entre la cristiandad, pero ese no es el asunto que nos ocupa hoy; este preámbulo es para justificar mi creencia de que, siguiendo la ejemplificación del texto, somos más hijos de Caín que de Abel y no sabemos ocultar el estigma de la vergüenza originaria, la cual, pienso, varía según el individuo.
Legitimidad. No debe sorprender a nadie que los miedos son clave de los nuevos modos de habitar y de comunicar, son expresión de una angustia más honda, de una angustia cultural. En la búsqueda de evitar la anarquía, la persona humana creó al Estado con sus tres ramas más conocidas y bajo la premisa de que el Poder Judicial evita que los habitantes tomen la justicia por mano propia, así como para que le solucionen los conflictos.
La única manera de que el sistema funcione es que la confianza de los ciudadanos en quien imparte derecho sea lo suficientemente estable como para que las decisiones que emanen de los Tribunales posean legitimidad, la que se origina en la probidad de quienes dirimen las causas.
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Lo anterior no exige perfección, requisitos ajenos a la humanidad, sino una disposición del ánimo de las personas juzgadoras. Los mismos defectos que tienen los usuarios los poseen los jueces, nadie está exento de cometer un error. Las mismas peculiaridades de la demografía de una nación están presentes en sus funcionarios.
Paños tibios. Lo que puede erosionar la confianza en el Poder Judicial es que se pruebe que algunos de sus miembros se pusieron de acuerdo con personas externas o internas para cometer delitos aprovechándose de sus cargos. En ese hipotético supuesto no puede ni debe haber paños tibios, porque la institucionalidad de la jurisdicción es más importante que los sujetos individuales, independientemente de los sentimientos personales que nos acompañen o abandonen.
En los pasillos de la Corte se siente actualmente un chiflón frío de incertidumbre, pero es más fuerte la entereza de nuestra democracia.
El autor es abogado.