Hace poco, recordé con cierta nostalgia el remoto día en que observé, por primera vez, una computadora en persona.
Quienes tuvimos la fortuna de pasar aquella mañana por la tienda de Estudios Generales de la Universidad de Costa Rica (UCR), quedamos deslumbrados por la presencia de un aparato tan misterioso como inalcanzable para el modesto presupuesto de un estudiante de nuevo ingreso.
Si mal no recuerdo, el conjunto de monitor, teclado y CPU costaba la exorbitante suma de ¢100.000. Así que la mayoría de la muchachada nos conformamos con desfilar junto a la mesa donde lo tenían en exhibición como pieza de museo y sin tocar nada, Dios libre, por temor a jalarnos una torta.
Uno pensaría que, con el impresionante avance de la tecnología y su penetración en todas las vertientes del quehacer humano, una experiencia como la que yo viví en los tiempos de upa no tendría cabida en la era de la hiperconectividad. Pero, como sabemos, en Tiquicia todo es posible.
Por increíble que parezca, en Costa Rica hay niños y adolescentes que no han tenido la oportunidad de utilizar una computadora o de recibir clases de informática para familiarizarse con el lenguaje que hoy se utiliza en el mundo para comunicarse y para abrir las puertas de las oportunidades.
Un reciente reportaje de La Nación reveló que 225.000 alumnos de escuelas y colegios estatales quedaron excluidos de las lecciones de formación tecnológica este año, por la sencilla razón de que el Ministerio de Educación Pública (MEP) no tiene presupuesto para contratar profesores.
Lo anterior quiere decir que la cuarta parte de los estudiantes matriculados para el presente curso lectivo han quedado en desventaja frente a otro grupo privilegiado que sí está recibiendo esos aprendizajes. Y lo peor es que no existen garantías de que algún día el MEP pueda cerrar esa brecha.
Para mí, todo esto es como si estuviera viviendo un déjà vu. Considero inaceptable que, para estos niños y jóvenes, el acceso a las herramientas tecnológicas resulte tan restringido como tener una computadora en mis tiempos universitarios. Además de injusta, la situación es discriminatoria.
Lamentablemente, estas son las consecuencias de estrujar en forma sistemática los presupuestos para la enseñanza pública y de encargar la ruta de la educación a personas sin capacidad de aplicar soluciones efectivas. El gran problema es que, al final, otros pagarán los platos rotos; adivinen quiénes.