Hablaré desde el hombre o, para ser más exacto, del hombre que, inexplicablemente, lleva mi nombre. “La relación sexual debe ser una expresión del amor”. Estoy harto de oír esta frasecilla de almanaque. El amor es un marco que legitima, maquilla, glorifica y exculpa el deseo físico. El deseo no “expresa” el amor. Lo precede, es telúrico, simple e irreductible. Se puede desear “a primera vista” —de hecho tal suele ser el caso—. El amor, en cambio, solo existe en el tiempo, en la dilatada perspectiva de la convivencia. No es habitualidad, es la vida enredando sus hilos. De nuevo, el deseo —inmediato, primal— no puede “expresar” algo que todavía no es, algo que aún no conoce. La atracción sexual antecede en mucho el acto de amar.
El deseo físico, como la música, es un lenguaje que se dice a sí mismo. Por eso es bello, por eso es torrencial. En el primer tiempo del juego erótico, amor y deseo son vasos incomunicantes. Pueden incluso no encontrarse jamás. Permanecer como significantes de diferentes lenguajes. No sé si esto es deplorable, enfermizo o natural. No soy patólogo del sexo y el amor. Intento tan solo ser honesto (¿será esto verdad?).
El problema de la antecedencia y la subsecuencia me parece crucial. El amor y el deseo viven en diferentes latitudes temporales, bailan en diferentes ritmos. De ahí la trágica posibilidad de su desencuentro. Por poco diría que son vivencias antagónicas, pero esto, por supuesto, no puede sino ser producto de la característica aberración masculina consistente en hacer colisionar la imagen de la virgen, ¿no es cierto? Señores y señoras, ¿hasta cuando vamos a vivir de clichés sicoanalíticos? ¿No creen ustedes que ya va siendo hora de revisar ciertas posturas?
Tiempo sincrónico. Según yo —muchos considerarán esto como no más que una lamentable limitación vital— no se puede amar y desear al mismo tiempo, y hablo aquí del tiempo sincrónico, puntual. No puede uno hacer coincidir a la hembra gimiente y deliciosamente animal con la mujer que, minutos después de consumado el acto, regresa a la ternura y la identificación fraternal.
Se puede amar y desear a la misma mujer, claro está, pero no al mismo tiempo. El deseo no puede “expresar” algo que todavía no ha creado y que quizás nunca llegue a crear. Tampoco es el amor condición necesaria para la eclosión del deseo. Convengo en que cuando este último prospera puede integrarse a la suma de vivencias compartidas que constituye la materia prima del amor.
Una más, como lo pueden ser ir al cine o a comer pizza juntos. Esto es, a lo sumo, lo que me atrevería a decir. (Para quienes alzan vociferantes sus escudos sin haber siquiera verificado la exactitud de lo que vienen de leer, aclararé: no digo que el sexo tenga la misma intensidad ni la misma significación que comer pizza; digo que una cosa como la otra son parte de esa urdimbre relacional que la pareja construye ritualmente a lo largo del tiempo: si difieren en grado, no difieren en esencia como elementos constitutivos del amor).
El deseo, en cambio, es instante puro, tan espontánea, automática e imantada es su naturaleza. Es depredación, deglución, salto o, por lo menos, acechanza de fiera. Es destrucción, y por ello puede asimilarse a la muerte. El amor es construcción y construcción conjunta.
La destrucción puede consumarse en un segundo. Construir es cosa que lleva tiempo, acaso una vida entera. El deseo une los cuerpos, pero separa las almas. El amor une las almas… pero a menudo separa los cuerpos. Aun en los más afortunados de los casos, aquellos en los que amor y deseo no se pierden uno al otro, ambas vivencias siguen siendo residentes de diferentes latitudes del ser.
Espacio de legitimación. ¿Qué hace, entonces, el amor, con el deseo? Reconoce su naturaleza irreductible, inasimilable y se limita, como dijimos, a dotarlo de un espacio de legitimación y, sobre todo, de comodidad para que este pueda seguir consumiendo al objeto deseado y con ello extenuándose a sí mismo. Amor y deseo no son consustanciales.
Cierto, con el tiempo el amor posiblemente va a colorar el deseo con un matiz de ternura, pero no puede por ello cambiar su naturaleza esencial. El amor no transforma la lubricidad en vivencia sublime, simplemente la purga social y sicológicamente de su dudosa reputación. Aun en la más espiritual vivencia del amor, el momento del deseo es eminentemente terrenal: inundaciones hormonales.
LEA MÁS: Taxista, astro futbolístico y donjuán
En el amor, ambos compañeros se dicen, tácitamente: “Te doy permiso para que me cosifiqués, para que me convirtás en objeto. Consiento en ello. Yo, a mi vez, disfrutaré siendo tu objeto de placer”. Es meter al lobo dentro de la iglesia. No por ello dejará de ser lobo. Y las ovejas estarán felices de hacerse devorar por el depredador… siempre y cuando todo haya sido legitimado por el matrimonio.
Es ese mutuo consentimiento el que “blanquea” al deseo de su mala fama, en el seno de la unión matrimonial. Pero, por lo demás, en tanto que deseo, es incosmetizable, no puede ser otra cosa que apetito y, repito, es incapaz de expresar algo que aún no existe y que, si llega a existir, no será en virtud de la compatibilidad sexual, sino, acaso, en mucha mayor medida, por las pizzas compartidas. Mala cosa —y por demás impracticable— sería confundir el templo con el Parque de Diversiones.
El autor es pianista y escritor.