La semana pasada confundimos a algunos lectores al mencionar –quizás sin necesidad– el diluvio universal. Tan solo tratábamos de resaltar el contraste entre la credulidad general con respecto a una alegoría bíblica y la indiferencia que merecen ciertas previsiones científicas que, si bien podrían estar equivocadas –todo en la ciencia está sujeto a esa reserva–, de resultar correctas, podrían alcanzar consecuencias tan catastróficas como las del peor diluvio imaginable.
Desde luego, habrá quienes objeten que una lectura dominical suministre una visión triste del futuro, pero, hecho el daño, valgan algunas precisiones.
La sugerencia de que la desaparición anual del casquete polar ártico podrá ocurrir por primera vez antes de que finalice la presente década, procede de varias fuentes, entre ellas una de la Marina de EE. UU., pero, en todo caso, lo importante es que la mayor extinción masiva de especies de la que se tenga conocimiento ocurrió hace 251 millones de años y es atribuida a los efectos acumulados de dos fenómenos: primero, el vulcanismo que hizo surgir del interior del planeta cierta cantidad de níquel, y, después, una proliferación de bacterias productoras de metano que llegó a modificar la atmósfera hasta el punto de provocar la desaparición masiva de especies vegetales y animales –incluidas muchas de insectos– en un grado que nunca después se ha repetido. Se valen aquí las especulaciones sobre el proceso de “saneamiento” de la atmósfera –desaparición del metano– que más tarde permitió el desarrollo de formas de vida como las que hoy conocemos, entre ellas la materia viva pensante que somos.
Lo que habrá de seguir parece sencillo. El cambio climático en curso en la región ártica desplaza nuestra atención hacia el permafrost, esa cobertura perennemente congelada de las zonas frías, en cuya composición entran grandes cantidades de metano que –todo parece indicarlo– comienzan a liberarse a causa del calentamiento. Lo más grave es que ese permafrost cubre no solamente las zonas árticas no sumergidas, sino que también es parte del fondo marino, y se ha venido informando de que en el mar siberiano se ha acelerado exponencialmente la eclosión de “plumas” de metano, gigantescas burbujas de ese gas que llegan a medir hasta 1.000 metros de diámetro y no hay manera de evitar que se incorporen a la atmósfera, en un nuevo e imparable proceso de “metanación”. Cálculos de la cantidad de metano retenido bajo las aguas árticas sugieren que esta podría equivaler a varias veces la de carbono que la combustión de combustibles fósiles ha agregado al medioambiente desde 1850.