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En las próximas décadas –quizás siglos, quizás milenios– se seguirán anunciando paraísos por aquí y por allá, y produciéndose infiernos también por aquí y por allá.


Entre los esquimales, los indios de América y algunas culturas japonesas tradicionales se acostumbraba que los ancianos se retiraran del grupo social para morir solos cuando su cuerpo se convirtiera en lastre para el resto de la sociedad: el equivalente del suicidio.


La masacre de once campesinos indígenas, perpetrada el jueves pasado por el Ejército de Guatemala en un campamento de repatriados al norte del país, ha golpeado duramente el frágil orden institucional de la vecina nación. Aunque voceros castrenses aducen que medió la provocación de elementos asociados a la guerrilla marxista, lo cierto es que, en el mejor de los casos, los militares incurrieron en un abuso de fuerza frente a ciudadanos desarmados. Tales atropellos resultan inaceptables, motivan la condena internacional y socavan a la precaria democracia guatemalteca.