La primera vez que escuchamos una grabación de Fritz Wunderlich, quedamos sumidos en una condición que lindaba con la estupefacción. Semejaba un ser de otro planeta en su perfección, belleza vocal y timbre del más puro metal. Las trompetas del Juicio final, resonando al unísono y difundiendo su sonido por los confines de la Tierra, no tendrían un alcance tan majestuoso y acariciador. Era, literalmente, una voz… luminosa. Su carrera –vertiginosa en su camino hacia la cúspide–, no pudo detenerse jamás: una vez alcanzada la elevación, el descenso era inimaginable, y la humana dimensión le resultaba insuficiente.