Morir en paz: la espinosa tarea de aceptar la cercanía de la muerte

Centro de CCSS ayuda al año a unas 300 enfermos y sus familias a enfrentar el proceso de la muerte por una enfermedad terminal

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La noticia la recibió Byron Romero Mora sin anestesia de boca de aquel médico desconocido: “Tiene cáncer”.

Apenas unos días antes, este joven con 22 años en ese entonces, se desvaneció mientras estaba en una escalera pintando su casa. Le dolía mucho la nariz, pero pensaba que era sinusitis.

Aquel desvanecimiento fue causado por algo más grave que una inflamación de los senos paranasales. Tenía un cáncer de rinofaringe avanzado, con pocas posibilidades de supervivencia, según le comunicó el doctor.

El diagnóstico de la biopsia que le hicieron en el Hospital Calderón Guardia lo recibió junto a su madre, Vera Violeta Mora, y a su esposa, María Elena Peña Cundano, con quien tenía tan solo cuatro meses de casado.

“Ahí comenzó la pesadilla”, recordó Romero mientras recreaba una escena que recuerda como si la hubiera vivido ayer. “Lloramos juntos”.

Eran tiempos de muchos planes y sueños.

“Quería ser locutor y formar una familia. Conocer otros países”, comentó mientras tomaba la mano a María Elena, quien no lo ha soltado desde que le dieron la noticia del cáncer.

Unos médicos y un grupo de estudiantes de Psicología fueron quienes le hablaron, sin mayores rodeos, sobre la posibilidad de morir.

También escuchó a unos médicos comentar su caso, al pie de su cama, confiados en que Byron dormía... pero los escuchó cuando mencionaron que moriría.

Lo hicieron mientras él era sometido a quimio y radioterapia como tratamientos para frenar el avance del cáncer.

Fue hasta que llegó referido al Centro Nacional de Control del Dolor y Cuidado Paliativo, de la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS), que Romero sintió un cambio positivo en medio de la tormenta que estaba viviendo.

“Me trataron como persona. Sentí respeto y cariño hacia mí y hacia mi familia. No los veo como médicos o psicólogos. Son como parte de mi familia”, comentó.

Javier Rojas es el coordinador del servicio de Psicología de ese centro.

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Un proceso de aceptación

En ese lugar ayudan anualmente a unos 300 enfermos y sus familias en el proceso que se enfrenta tras recibir el anuncio de una muerte pronta, como lo están haciendo con Byron Romero desde que le dieron el diagnóstico.

La directora de ese Centro, Catalina Saint-Hilaire Arce, informó de que apenas han logrado llegar al 42% de la población que necesita atención especializada, ya sea porque padece dolores crónicos o porque tienen alguna enfermedad terminal y requieren apoyo emocional y médico para lidiar con este proceso.

No es casual que uno de los objetivos de Saint-Hilaire, tras asumir recientemente la dirección, sea el de fortalecer la coordinación con especialidades más allá de la Oncología. También Geriatría y Cuidado Intensivo.

Porque enfrentar la noticia de una muerte pronta no es sencillo, mucho menos en una cultura como la nuestra que nos ha enseñado a temer a la muerte, afirma Javier Rojas.

"Si hay algo que cuesta definir es la muerte. Es como ver un cuadro abstracto, que nos llama la atención, nos puede o no gustar, pero es confuso.

“Definir la muerte es una de las cosas más complejas que existen para el ser humano. La actitud social ha sido minimizar la muerte y distanciarnos de ella”, mencionó el especialista.

Hay distintos tipos de muerte. Desde aquella imprevista hasta una esperada como desenlace de una enfermedad terminal.

Cualquiera que se trate, todas representan pérdidas.

"La Asociación de Salud Mental clasifica las pérdidas. Hay unas muy pequeñitas, como perder anteojos o llaves; otras mayores, como la pérdida del trabajo o la casa; y las pérdidas gigantescas, que tienen que ver con la muerte de un ser querido.

“Sin embargo, hay unas ‘megagrandes’: cuando fallece un ser querido muy vinculado conmigo. Por ejemplo, la muerte de la pareja. Pero la muerte que más duele es la propia. Al ser algo desconocido, hay un miedo natural a dar ese paso”, comentó Rojas.

“Es un miedo absolutamente natural que dependiendo de mi personalidad me va a generar ansiedad. Es por eso que vemos a la persona intranquila; muchas veces no duermen en la noche, porque la muerte se asocia con la oscuridad. La muerte, según las creencias populares, entra por los pies, y por eso muchos se tapan los talones” agregó.

Byron Romero ha aprendido a digerir a temprana edad la idea de su propia muerte.

Ya no le tiene miedo, asegura, pues con ayuda de Rojas y otros especialistas del Centro ha aprendido que solo se trata de un paso más y que es parte de la vida.

“Mientras me queden fuerza quiero trabajar, pero las empresas en las que he presentado solicitudes me rechazan apenas les informo de que soy un enfermo de cáncer”, lamentó el joven, hoy con 26 años, quien depende de la pensión por vejez que recibe su papá.

La calidad de vida es un concepto al cual se le da prioridad en estos pacientes.

"La misma OMS (Organización Mundial de la Salud) dice que la calidad de vida tiene impacto en la calidad de muerte que tengamos. Resulta ser que con tanta tecnología la muerte dejó de ser natural.

"Cuando yo debía morir, hacen lo imposible para que yo siga viviendo a pesar de que la calidad de vida va a ser muy crítica. Sigo viviendo, pero estoy con oxigenoterapia, con ventilación mecánica, con alimentación parenteral. No hay calidad de vida”, advirtió Rojas.

Dos dolorosas despedidas

El 10 de diciembre de 2017 cayó domingo.

Jaqueline Rivera Solano despertó apenas empezando la mañana con su hija Wendy, de 20 años, recostada en su hombro, profundamente dormida. Al menos, eso creyó Jaqueline.

Wen, como la llamaban de cariño, no dormía de noche. Especialmente, las últimas semanas, cuando el cáncer de ovario metastásico entró en sus etapas finales.

“Se le conoce como la etapa de la velita, porque ellos se van apagando poco a poco”, contó Jaqueline. Aprendió ese concepto en el Centro Nacional de Control de Dolor y Cuidado Paliativo.

Es normal, dicen los expertos de ese Centro, que ese comportamiento se dé en enfermos terminales.

Por eso, su mamá la acompañó aquella noche de sábado y, al amanecer del domingo, la dejó dormir.

“Estaba como nunca antes la había visto. Tenía una cara llena de paz”, recordó.

Wendy Artavia Rivera había muerto. Sucedió alrededor de las 3 a. m., mientras su mamá dormía junto a ella.

Era un momento para el cual se estaban preparando desde que la joven apareció invadida por el cáncer, luego de haber recibido un primer diagnóstico a los 17 años.

De alguna manera, contó Jaqueline, se habían preparado.

Wendy pasó por todos los tratamientos, incluyendo una quimioterapia muy fuerte, que también dan a quienes sufren cáncer de testículo.

Especialistas en Psicología y en Cuidado Paliativo ayudaron a la familia a entender cada síntoma que fue apareciendo en el cuerpo de la joven, y a esperar lo inevitable.

“Tuvo una mejoría de un año después de los tratamientos. Los médicos dijeron que era un milagro porque el oncólogo, inicialmente, le había dado un estimado de cuatro meses de vida”, recordó.

En setiembre de 2017, una tomografía y un ultrasonido revelaron posteriormente lo que todos temían: el regreso del cáncer.

“Siempre luchó. Solo una vez hablamos de la muerte. Por dicha, durante el año en que sanó milagrosamente hizo todo lo que quería”.

Fue Jaqueline quien asumió, con apoyo de toda la familia, el proceso de despedir a su hija, quien murió en paz, como su mamá lo pidió en incontables oraciones.

La enfermedad de Wendy permitió que se prepararan. Incluso, para dejar todo el tema legal relacionado con su pequeño hijo Matías arreglado.

Lo que nunca nadie esperó, y menos Jaqueline, es que dos meses después sufrirían otra inesperada pérdida.

El esposo de Jaqueline murió el 31 de enero de 2018, a los 42 años, de un problema coronario que nunca le había sido detectado.

“Salió a jugar fútbol un sábado. Llegó con malestares por la noche y siguió así hasta el martes, cuando aceptó que lo lleváramos a emergencias del Max Peralta (hospital de Cartago). A las 6:53 a. m. del día siguiente, me llamaron para informarme de que había fallecido”, recordó Jaqueline.

Dos pérdidas en menos de dos meses convirtieron a esta vecina de San Rafael de Oreamuno en una paciente prioritaria para el Centro Nacional de Control de Dolor y Cuidado Paliativo.

Ahí ha acudido frecuentemente en el último año. Es lo que le permite contestar de esta manera cuando se le pregunta si con todo lo que ha pasado es feliz.

“Sí, soy feliz. Es cierto que hay una ausencia, un vacío que no se llena”, dijo sin soltar una sola lágrima, con una sonrisa en su rostro todavía joven.