Un tico en Nicosia, la misteriosa capital de Chipre dividida por un muro

La ONU mantiene vigilancia en la zona desmilitarizada, llamada Línea Verde. Algunas de las construcciones de esa área están abandonadas y casi en ruinas

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Nicosia, Chipre

Una ciudad tatuada por conflictos históricos reflejados en viejas construcciones abandonadas y calles fantasmas, odios que han perdurado por décadas y divisiones que parecen imposibles de superar, pues un pequeño desacuerdo se vuelve en una voraz llama que consume en instantes las esperanzas de reunificación.

Así es Nicosia, la metrópoli de Chipre, isla europea ubicada en el mar Mediterráneo, a unos 120 kilómetros de Siria y a 115 kilómetros de Turquía.

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También llamada Lefkosia, posee la sonrojante denominación de ser la última capital del mundo atravesada por un muro, que divide la isla en dos. Al norte, que representa un tercio del territorio, viven los poco más de 300.000 chipriotas de origen turco, mientras que el sur es el hogar de 1,3 millones de personas de descendencia griega.

En 1974 Turquía invadió Chipre para defender los derechos de la minoría turca suscritos en acuerdos internacionales, ante la intención de anexarse a Grecia impulsada por el grecochipriota Michail Christodulu Muskos (Makarios III), primer presidente del país tras la independencia de Gran Bretaña, en 1960.

Los chipriotas griegos se vieron obligados a refugiarse en el sur y los chipriotas turcos corrieron al norte.

La Organización de Naciones Unidas (ONU) intervino y sus soldados, de una fuerza de paz, custodian la llamada Línea Verde, con el fin de evitar conflictos bélicos entre ambas comunidades. Ese es el hogar del muro, alambres de púas, estañones usados como retenes y puestos de vigilancia estricta.

Esa zona desmilitarizada va de los tres metros a los 7,5 kilómetros de ancho, con una extensión de 180 kilómetros. Algunos barrios quedaron anclados en la "tierra de nadie", en que ninguno de los dos gobiernos tiene control.

Es imposible contener la curiosidad por conocer de primera mano lo que ocurre en esa nación, por lo que incluí Chipre en un reciente viaje a Europa.

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Del misterio al asombro. Llegué al aeropuerto de Larnaca el domingo 28 de mayo, el principal puerto aéreo del país que se ubica en una zona de exuberantes playas, muy apetecidas por turista, sobre todo europeos.

En una pequeña buseta y a cambio de 8 euros (¢5.400) recorrí casi 45 kilómetros hasta llegar a Nicosia, donde no existe un aeropuerto en funcionamiento. De la parada, caminé alrededor de cuatro kilómetros hasta llegar al crossing point.

Mi objetivo: ver el muro y pasar al lado turco, si las autoridades chipriotas me lo permitían, así como vivir la experiencia de estar en zonas fantasmales, con construcciones abandonadas, por donde nadie camina.

Un poco desorientado y solo guiado por mi instinto, le pregunté a una señora la forma de encontrar la calle Ledra, el colorido y mítico bulevar por el que se llega a la República Turca del Norte de Chipre.

Le dije que mi propósito era pasar al lado turco. Extrañada, me comentó: "Yo nunca lo he hecho, y no sé si es posible". "¿Por qué nunca ha cruzado?", le repliqué; "No tengo nada que hacer en ese lugar", me respondió con mucha amabilidad, al tiempo que me deseó suerte.

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Mientras caminaba por calles desoladas en las que es imposible sentir un poco de inseguridad, pese a que el país es de los más seguros del mundo, recordaba la poca información que encontré de otras personas que cruzaron. En mi cabeza resonaba el consejo más repetido: no permitir que los turcochipriotas sellen el pasaporte.

Cuando al fin encontré la calle Ledra, la sorpresa fue mayúscula.

Estaba repleta de turistas, algunos caminaban, muchos otros ocupaban alguna mesa que los cafés y pequeños restaurantes colocan sobre la vía... Cuando me percaté, estaba en el puesto de control chipriota. ¡Llegó el momento de intentar cruzar!

En la casetilla de seguridad chipriota estaban tres oficiales y tuve que hacer una corta fila para entregar mi pasaporte. No hubo una solo pregunta; posiblemente solo revisaron que hubiera ingresado a la isla por el Chipre reconocido por todo el mundo, y no por la República Turca del Norte de Chipre, solo avalada como país por Turquía.

Superado ese trámite, caminé unos 100 metros hasta el puesto de control turcochipriota, no sin antes detenerme y hacer algunas fotografías (pese a que es prohibido) de una parte del muro que corta la vida en esta capital.

Los turcochipriotas tampoco me preguntaron nada; ni siquiera intentaron sellar el pasaporte, solo lo vieron y escanearon. No hubo palabras de bienvenida. El retorno fue igual.

Unos cuantos metros recorridos fueron suficientes para comprender que las tensiones han disminuido, aunque el ambiente es de vulnerabilidad absoluta. Las secuelas de los odios y conflictos están inscritas en cada construcción abandonada, en aquellas ventanas que se estaban cayendo, en las calles por las que nadie pone un pie.

Las diferencias son enormes con solo dar pocos pasos. Al sur se conduce a la izquierda, la moneda es el euro y se habla griego e inglés; al norte, los vehículos circulan por la derecha al igual que en Costa Rica, se paga con liras turcas -aunque los euros son más que bienvenidos- y el idioma es el turco.

En el norte quedaron sitios de gran interés turístico de Nicosia, pero también palpé mayores niveles de abandono y desolación. Algunas de las angostas calles están atestadas de turistas, mientras que en otras no hay nadie, sobre todo las más cercanas al muro, posiblemente dejadas atrás por personas que tuvieron que huir en los días más candentes de conflicto.

La majestuosa e imponente Catedral de Santa Sofía, de estilo gótico, convertida por los turcos en la Mezquita Selimiye, es el vivo ejemplo de las luchas históricas. En sus altas torres ondean las banderas de Turquía y de la República Turca del Norte de Chipre.

No solo los turcochipriotas recurren a las banderas para marcar territorio. En el lado sur ocurre lo mismo; en muchos lugares se exhibe el estandarte de Grecia o el de Chipre.

Los pequeños restaurantes que ofrecen comida turca a precios bajos pasan repletos en el norte, señal de que la división tiene un efecto directo en el turismo. En algunos de los locales del sur, los comensales disfrutan de un café o la comida junto a los sacos que recuerdan que la capital le pertenece a dos poblaciones; ríen y conversan bajo la mirada de soldados de la ONU.

No obstante, es imposible borrar las imágenes del mal estado de muchas edificaciones a ambos lados de la Línea Verde, algunas en ruinas, desperdiciadas e insalubres. Sitios fantasmas que aguardan una reunificación para volver a la vida.

Prohibido... Los rótulos de advertencia son claros y están en diferentes idiomas. No es permitido hacer fotografías o grabar videos en la Línea Verde, mucho menos de los soldados de la ONU.

También se avisa a las personas que hay consecuencias legales si se cruza en un lugar diferente al permitido o si se pasa mercadería sin autorización.

Los soldados están atentos a que nadie incumpla esas normas, aunque aproveché cualquier sitio con poca vigilancia para plasmarlo con la cámara del celular.

No me escapé de una buena reprimenda. Un soldado, con voz fuerte y evidentemente molesto, me dijo: "No fotografías". Posiblemente mis disculpas fueron insuficientes para que olvidara el incidente, en una ciudad capital tan extraña como cautivadora, tan viva como fantasmal, tan cálida como enigmática.

La tarde cayó, los cafés y restaurantes seguían atestados. La calle Ledra estaba encendida en actividad, pero el resto de vías parecían desoladas, apenas para aderezar los edificios en ruinas que le dan un toque de misterio a esta capital.