Barack Obama President Barack Obama looks to see if it is still raining as a Marine holds an umbrella for him during his joint news conference with Turkish Prime Minister Recep Tayyip Erdogan, not pictured, Thursday, May 16, 2013, in the Rose Garden of the White House in Washington. (AP Photo/Charles Dharapak) (Charles Dharapak)
Hay dos cosas al menos en las que Barack Obama ha superado a su predecesor, George W. Bush: en la liquidación a distancia de enemigos de Estados Unidos y en la persecución de los funcionarios lenguaraces e infieles. La mayor evidencia de lo primero es Osama bin-Laden, que cayó ultimado por un comando de Navy Seals (los equipos de mar, aire y tierra de EE. UU.) el 1.° de mayo de 2011, y de lo segundo el juicio al sargento Bradley Manning, detenido desde mayo de 2010 y pendiente de sentencia por colaboración con el enemigo como responsable de las filtraciones de WikiLeaks.
El mayor número de órdenes presidenciales de ejecución se efectúan a distancia, con la tecnología de los aviones no tripulados y solo un 5% con armamento clásico, mediante misiles o bombas desde aviones o navíos tripulados o directamente por comandos como fue el caso del asalto de la casa de bin-Laden en Abbottabad, Pakistán.
El primer Bush, cuando reaccionó a los atentados del 11 de setiembre de 2001, contaba con 50 drones (aviones no tripulados) con capacidad para ejecutar a distancia, mientras que Obama ya disponía de 7.500 en 2012, según el experto del Consejo de Relaciones Exteriores, Micah Zenko. Mientras que el presidente republicano autorizó 50 ejecuciones, más que cualquier predecesor suyo, Obama dio luz verde a 350. Entre los fallecidos estaba el dirigente de al-Qaeda en Yemen, Anuar el-Aulaki y su hijo, ambos ciudadanos estadounidenses.
La persecución legal de los funcionarios que difunden informaciones secretas es un caso menos frecuente que los drones , pero no menos escandaloso. En EE. UU., existe una respetada figura pública, el whistleblower , que sopla el silbato para dar la alarma sobre un mal proceder de la Administración. El más reconocido y pionero es Daniel Ellsberg, quien en 1971 filtró los llamados Papeles del Pentágono al New York Times , un estudio sobre la guerra de Vietnam en el que se revelaban engaños y manipulaciones del Gobierno. El sargento Bradley Manning es el más destacado de los whistleblowers de Obama, pero no el único. Hay cinco más bajo investigación, el doble que las anteriores presidencias juntas.
¿Y sus promesas? Es evidente que no entraba en los propósitos de Obama superar a Bush en estos dos capítulos. El actual presidente llegó a la Casa Blanca con la promesa de cerrar Guantánamo, prohibir la tortura, retirar las tropas de Irak y terminar la guerra de Afganistán. El 21 de mayo de 2009 pronunció un discurso en los Archivos Nacionales de Washington, donde se guardan los textos fundacionales del país, bajo el lema “proteger nuestra seguridad y nuestros valores”. En su ponencia, desarrolló la idea de que evitar atentados terroristas como los del 11-S no causaba conflicto con la defensa y protección de las libertades públicas.
El balance, cuatro años después, no puede ser más mediocre, sobre todo para el capítulo de los valores. Aunque ha cumplido una pequeña parte de sus promesas, sin duda con respecto a la tortura y a Irak, no ha sido así con las restantes. El incumplimiento sobre Guantánamo, de alto valor simbólico más allá de la vida miserable en que se hallan los 166 detenidos, revela su escaso músculo ejecutivo frente a un Congreso que no quiere facilitarle el cierre de la instalación.
Pero tanto con los drones como con las filtraciones, Obama ha profundizado en el legado de Bush, quien levantó la prohibición de asesinatos selectivos y obtuvo unos márgenes excepcionales de acción en la lucha antiterrorista de los que su sucesor sigue sacando partido.
El espionaje a Associated Press (AP) ahora descubierto, es la última prueba que sufre el imposible equilibrismo entre libertad y seguridad. La oposición republicana le reprocha e incluso atribuye, con intenciones de autobombo, las filtraciones sobre la desarticulación de un grupo terrorista en Yemen, de forma que la Casa Blanca encargó al Departamento de Justicia que averiguara el origen de las informaciones publicadas por los medios.
De allí salen los listados de las llamadas telefónicas efectuadas durante dos años por un centenar de periodistas de AP, actividad inquisidora de los fiscales que se añade a la obsesiva persecución de los whistleblowers inaugurada con las filtraciones de Wikileaks.
Nada peor para un presidente que encontrarse frente a los medios y a la primera enmienda, protectora de la libertad de prensa.
Es una convocatoria a la artillería gruesa, que alcanza a proyectar la imagen del tramposo Nixon sobre su imagen impoluta, a atribuirle un descontrol inaudito de su administración y, en cualquiera de los casos, a dar por concluida la historia del narrador en jefe que encandilaba a propios y extraños. No es el único escándalo que asedia a Obama en el arranque de su segundo periodo presidencial, cuando debiera preocuparse ya por su legado político y se encuentra con la amenaza de que sea casi entero el que le dejó Bush.