Instituciones públicas fuertes y, sobre todo, con buenas estructuras de gobernanza es un elemento clave para el desarrollo de las sociedades modernas, en un marco de vibrante y efectiva convivencia democrática.
Por una parte, la creciente complejidad de las intervenciones gubernamentales diseñadas para satisfacer las demandas de las ciudadanías y la magnitud de algunos de los retos que se tienen al frente hoy –por ejemplo, el crecimiento con equidad e inclusión social y el combate y adaptación al cambio climático – requieren de políticas públicas muy especializadas que demandan, para su apropiada implementación, de instituciones con mandatos fuertes, con solidez técnica y científica, visión de largo plazo y, sobre todo, con estructuras de gobernanza que les permitan cumplir con los objetivos y funciones que les han sido asignados por la colectividad, garantizándoles no sólo espacios de autonomía e independencia – incluidos los presupuestarios – sino que, además, una sana separación e independencia de quienes ostenta el poder político transitorio.
¿Pero qué significa una sana separación? Por una parte, una buena gobernanza debería permitir que quienes controlan temporalmente el Ejecutivo puedan, naturalmente, estar en capacidad de fortalecer, actualizar y mejorar las políticas de Estado de largo plazo con aportes valiosos y bien fundamentados – sobra decir que las ciudadanías activas y participativas deberían encontrar también espacios para esto – y, además, de poder introducir matices y diversas intensidades en su implementación y funcionamiento de acuerdo con la coyuntura y momentos políticos; todo esto, claro está, sin debilitarlas o distraerlas de sus objeticos con fines espurios.
Pero al mismo tiempo, una buena gobernanza pública implica diseñar mecanismos – institucionales, presupuestarios, pesos y contrapesos y de control – que eviten que las políticas públicas de largo plazo sean debilitadas y manipuladas por intereses privados de corto plazo (por ejemplo, como los que suelen presentarse en materia regulatoria o en protección medioambiental) o que la dinámica electoral y, más en general, política, conduzca a que sean empleadas utilitariamente como armas para polarizar y dividir los grupos sociales y generar apoyos en las urnas o en las encuestas.
Desgraciadamente en la última década es cada vez más y más común esta situación: los intereses que capturan instituciones y los liderazgos populistas y polarizadores usan políticas públicas clave – como, por ejemplo, las de desarrollo productivo, igualdad de oportunidades y equidad, género y derechos reproductivos, ambiente y adaptación al cambio climático – como tótems que deben erigirse o demolerse como señales absurdas de poder.
Hoy estos riesgos no son, para nada, ajenos a la sociedad costarricense. Las señales de debilitamiento de la gobernanza pública, las amenazas a la independencia y autonomía de ciertas instituciones, la concentración de poder en autoridades políticas y el uso espurio de herramientas legales y administrativas para hacerse con el control de organizaciones no pueden tolerarse en ninguna circunstancia y, menos, justificarse en función de tomar decisiones rápidas en beneficio de las ciudadanías.
Las historias de deterioro de la convivencia democrática, de cercenamiento de las libertades y, paradójicamente, de creciente incapacidad del Estado de satisfacer las demandas más básicas de las poblaciones suelen iniciar siempre con liderazgos mesiánicos y cargados de testosterona, discursos basados en simplificaciones burdas de la realidad, medias verdades o de plano mentiras y con el uso de estratagemas para controlar y debilitar la gobernanza, las instituciones y las políticas públicas, justo cuando más se necesita de ellas.