El sistema político muestra señales preocupantes de erosión de la convivencia democrática, debilitamiento de los marcos de representación y ausencia de espacios reales y efectivos para el diálogo y la búsqueda de acuerdos.
No obstante, no es cualquier estructura de negociación y diálogo la que termina siendo funcional, en términos de conducir de manera oportuna y efectiva a los acuerdos y decisiones que se requieren para enfrentar la coyuntura actual y, lo que es aún más grave, los necesarios para el diseño de las políticas públicas estructurales y de largo plazo que tanto urgen.
La trampa de la negociación —ese punto en donde de un proceso de diálogo surgen políticas o acciones inoportunas, insuficientes o de plano equivocadas que lejos quedan de resolver los problemas urgentes que convocaron a las partes a la mesa— es el producto tanto de errores en el diseño del espacio de intercambio de posiciones y de decisión como de una inadecuada gestión política, en términos de la forma en que se articulan en el proceso las partes interesadas y los actores políticos dentro de los marcos de representación democrática tradicionales (los poderes Ejecutivo y Legislativo).
En el caso del diseño del espacio para el diálogo, los problemas surgen, generalmente, de la regla utilizada para la elección entre alternativas (mayoría o consenso), los sectores representados y, evidentemente, de los temas a discutir y de la naturaleza de las decisiones por tomar.
Si la regla de decisión es consensual y los temas discutidos tocan intereses —económicos (por ejemplo, aspectos tributarios o que afecten rentas que extraen los diferentes sectores) o políticos (distribución de cuotas de poder real) — de los actores sentados a la mesa, la posibilidad de que se impongan vetos a temas relevantes es muy elevada. El resultado, en consecuencia, poco contribuirá a resolver el problema planteado y, lo que es aún peor, es muy probable que la distribución de los costos de las decisiones adoptadas termine siendo injusta, pues no se desmontan los esquemas de captura de políticas que originan las dificultades o terminan recayendo sobre partes no representadas en el proceso.
El segundo problema es cómo articular el proceso de diálogo con los espacios tradicionales de toma de decisiones en las democracias representativas. En otras palabras, cómo asegurarse que lo que salga del proceso de negociación pueda trasladarse sin sobresaltos, sin herir susceptibilidades, sin suspicacias y de manera natural a los espacios de interacción entre el Ejecutivo y el Legislativo, en los que terminará definiéndose finalmente su adopción o su rechazo.
Si ese tejido entre Ejecutivo y Legislativo no existe, tiene heridas abiertas o cicatrices profundas, el resultado del proceso de diálogo puede terminar, en el mejor de los casos, en pérdida de tiempo valioso y, en el peor, debilitando la ya corroída confianza de los ciudadanos en las instituciones de representación democrática.
Muchos de estos riesgos corren el riesgo de materializarse en el dialogo abierto por el Ejecutivo desde hace varias semanas. En temas importantes, sea porque implican un aporte significativo a la solución del problema en las finanzas gubernamentales o por su carácter estructural, el veto de sectores opuestos ha debilitado los posibles frutos del proceso y podría estigmatizar equivocadamente medidas legítimas y necesarias. Al mismo tiempo, la ausencia de actores políticos, particularmente legislativos, y la deficiente interacción del Ejecutivo con ellos conduce a que a través de la prensa, sin reflexión o meditación, se desechen a priori propuestas valiosas simplemente por una postura electoral populista o por malestar y resentimiento por el debilitamiento de su rol constitucional.
La negociación es una tarea permanente en democracia y crear los espacios para propiciarla es siempre loable. Pero hay que ser absolutamente conscientes de las posibilidades reales de que se alcancen los resultados deseados.
Reconociendo las deficiencias de los espacios de acuerdo posibles, pueden anticiparse dificultades y construir a tiempo los puentes entre Ejecutivo y Legislativo necesarios para tomar las decisiones que se requieren. Esto demanda liderazgo y valentía por parte de la Presidencia y responsabilidad y madurez desde la acera de los partidos políticos representados en la Asamblea Legislativa.