La situación social y política ha tomado una preocupante deriva en los últimos días y amenaza arrastrar consigo a una economía débil y vulnerable por la crisis sanitaria y la compleja situación de las finanzas gubernamentales.
En cuestión de días, Costa Rica volvió a exhibir con desparpajo su principal debilidad: la incapacidad de actores políticos y de grupos de interés de dialogar para buscar acuerdos, en este caso, en torno a un nuevo ajuste en los presupuestos públicos.
Paradójico, que esto suceda en la democracia más longeva de América Latina, pero entendible en el caso de una sociedad para la que política y convivencia democrática significan poco más que elecciones periódicas y libertades individuales en abstracto.
¿Qué conduce al país, nuevamente, al borde del acantilado? Una mezcla peligrosa de gobernantes electoralmente débiles, faltos de miras y autoderrotados, por tanto, proclives a la procrastinación; grupos políticos que entre ingenuos cálculos políticos, maquiavélicas construcciones populistas y las cómodas utopías de los extremos buscan pírricas victorias electorales y grupos de interés y de presión que ven poco más allá de sus feudos y sus estados de resultados y continúan sin entender que tanto las rentas que extraen de la captura de las políticas públicas como las que derivan legítimamente de sus esfuerzos productivos y laborales no son inmunes al caos institucional y político.
El tiempo y el margen para actuar en lo económico son extremadamente limitados. Las finanzas gubernamentales se encuentran en una situación crítica que requiere con urgencia asegurar el financiamiento para el año 2021 y definir la naturaleza del ajuste adicional requerido para garantizar la sostenibilidad de la deuda.
No existen soluciones milagrosas. Sin acciones que reduzcan el déficit primario rápidamente –lo que implica aumentar la carga impositiva y ajustar los presupuestos con prontitud– es difícil que mejoren las condiciones crediticias con rapidez y sin la credibilidad y acceso a recursos externos que brinda un acuerdo con el FMI el financiamiento gubernamental requerido para el 2021 se pone cuesta arriba, creando peligrosas dudas e incertidumbre.
El reto político es descomunal: crear un espacio de diálogo y acuerdo que asegure la viabilidad legislativa de un programa de ajuste que será construido por los equipos técnicos del Ejecutivo y el FMI. Esto demandará responsabilidad de los actores políticos y sociales que deberán pasar de los tuits y las frases incendiarias a la mesa de negociación que definirá la forma en que se distribuirá el costo del ajuste y requerirá que el Presidente defina, de una vez por todas y sin ambages, su posición frente al ajuste.
Aún es posible el alcanzar los acuerdos requeridos, después de todo –y a pesar de lo fuera de lugar que pueda parecer citar a Gramsci en este contexto– “el pesimismo es un asunto de la inteligencia; el optimismo de la voluntad”.