En Estados Unidos hay una expresión para designar a algunos políticos.
Se les llama “guerreros felices” o “luchadores alegres”.
Vemos la lucha, el combate, como algo indeseable.
Sin embargo, la verdad es que siempre nos hallamos en un estado constante de pugna con las circunstancias.
Si no nos damos prisa, el tiempo se nos va.
Si no empezamos ya, no terminaremos a tiempo.
Si no golpeamos la piedra, no haremos la escultura.
Si no verificamos si está en marcha lo que pedimos, tal vez no nos lo entreguen nunca.
Si no dedicamos tiempo y energía a crecer, la realidad nos va a dejar atrás.
Y esto no es la guerra, pero sí es el combate que enfrentamos todos los días.
Entonces, el término me lleva a imaginar que todos podemos estar en el combate deseando que termine, lo cual sabemos que solamente será así al final del tiempo.
Y no estamos muy deseosos de ese evento.
También podemos estar en el combate con alegría.
Si con realismo aceptamos que lo nuestro es combatir, podemos elegir entre varias actitudes: apocamiento, queja, resignación o, ¿por qué no?, alegría.
Un combatiente alegre tiene aceptación para lo que no le sale bien.
Además, capacidad para comprender la posición del otro, disfruta el camino, no se obsesiona con la victoria y sabe que es posible, pero no teme a la derrota.
Lucha por los resultados, pero los busca con gracia, con belleza. Crisparse es lo contrario: es vivir a la tremenda.
El artesano es un combatiente alegre. Emprende. Aprende. Disfruta del trabajo.
Hace lo mismo que la deportista, la cual no es una competidora obsesiva.
Jugar tenis es como danzar. En una danza, nadie se pregunta al final quién ganó. Danzar es en sí un resultado.
La acción es meritoria en sí.
El burócrata que cumple con un ritual no es un combatiente alegre.
La emprendedora que vive una vida armoniosa, con tractores y violines, sí lo es.
Lo mismo que el ama de casa amorosa, el maestro con vocación o el colaborador diligente.