Yacía en su cama sin bañarse, sin lavarse los dientes, sin peinarse, sin querer ponerse en pie. No tenía voluntad. Fernanda estaba sumida en una depresión sin precedentes aquel día que marcó un giro inesperado en el fatídico destino al que, poco a poco, se había resignado.
“Yo ya no tenía amigos; el único que me aguantaba era mi novio. Él llegó a mi casa y me dijo que qué hacía para que me sintiera mejor, porque me vio muy mal. Me sacó al patio de la casa y me dijo: ‘Usted tiene dos opciones, vamos al (hospital) Psiquiátrico o vamos a Neuróticos Anónimos’”, recuerda.
Han pasado cuatro años y medio desde que Fernanda –este no es su nombre real– y su novio, un miembro de Narcóticos Anónimos, se sentaron entre quienes se hacían llamar a sí mismos “neuróticos”.
La muchacha, entonces de 19 años, se negaba a identificarse con las historias que contaban aquellas personas que, en apariencia, lucen como cualquiera que espera el bus cada mañana, que se sienta en el escritorio de al lado o con quien se tiene una conversación ordinaria sobre problemas ordinarios, pero que están sumidas en infiernos emocionales que consideran incomprensibles para el grueso de quienes les rodean.
Una semana después, llegó la inevitable ruptura de la relación que Fernanda había convertido en dependencia. “Como no tenía de dónde agarrarme, me tuve que agarrar del grupo... con uñas y dientes”, reconoce.
Las primeras veces, cuando caminaba para llegar a las reuniones, elegía callejones peligrosos de manera intencional. Su esperanza era que los hampones le hicieran “el favor” de acabar con su vida.
En términos generales, todas las personas que acuden a los 23 grupos de Neuróticos Anónimos (N/A) que funcionan en el país admiten haber llegado luego de tocar fondo o de buscar respuestas en la psicología, la psiquiatría, las terapias alternativas como la homeopatía, la religión o, incluso, en consultas con curanderos, brujos, médiums y hasta “exorcistas”.
Frases como “usted va a requerir pastillas toda su vida”, “eso es falta de Dios”, “le echaron alguna maldición” o la infaltable “creí que me estaba volviendo loco” son recurrentes entre las historias de quienes asisten a N/A y hoy se consideran neuróticos recuperados o en vías de recuperación.
Aunque la neurosis es un término que la Organización Mundial de la Salud (OMS) dejó de utilizar en 1992, el movimiento de Neuróticos Anónimos mantiene distancia de la posición científica y define lo suyo como “una enfermedad espiritual” que requiere un abordaje espiritual –mas no religioso– basado en los 12 pasos de Alcohólicos Anónimos.
“Es para toda persona que sufre”, dice Nidia, presidenta del consejo de Neuróticos Anónimos de Costa Rica, con 22 grupos y cuatro décadas en el país.
En las sesiones confluyen desde personas que han atravesado numerosos internamientos psiquiátricos o que tienen cicatrices de cortaduras en los brazos, hasta quienes nunca han recibido un diagnóstico psicológico y luchan contra la ansiedad, la soledad o la depresión –el mal mental más común del mundo , según la OMS, y que en el 2013 provocó 17.650 incapacidades en suelo tico –.
El programa de Neuróticos Anónimos se compone de una terapias grupales gratuitas (solo se recogen contribuciones voluntarias, pues los grupos no reciben ayudas estatales) con espacios para desahogarse o escuchar los más íntimos relatos ajenos, así como padrinos que aconsejan y guían a los nuevos asistentes en su recuperación.
La cooordinadora nacional de Psicología de la Caja Costarricense del Seguro Social (CCSS), Marta Vindas, manifiesta cierto recelo respecto de estas agrupaciones pues, aunque reconoce que pueden brindar contención y apoyo emocional, considera necesario aclarar que son solo de autoayuda, y no terapeúticas, por lo que no se puede garantizar que ataquen el origen de los problemas emocionales.
“Es que nadie sabe lo que es un dolor de muela hasta que lo experimenta”, dice desde el otro lado de la acera Guillermo H., responsable del único grupo en Costa Rica del Movimiento Buena Voluntad, procedente de México. Cuando llegó a la agrupación, él tomaba hasta seis píldoras diarias de Diazepam, sin notar una verdadera mejoría.
Sentía miedo a que llegara la noche por la sola idea del insomnio que le provocaban las preocupaciones por llegar a quedarse sin trabajo. Se había refugiado en el alcohol, reaccionaba de forma violenta en su casa por incidentes tan sencillos como un vaso quebrado o una cuchara que se cayó, y, en ocasiones, lloraba sin razón.
“Cuando escuché por primera vez a una persona hablando de lo que yo no podía expresar, sentí un alivio. Ese día por fin pude dormir”, rememora durante la sesión que dirige.
Su problema es que se ahogaba en vasos de agua, pues asegura que le cuesta encausar las emociones. Sin embargo, menos de una semana después de aquella sesión, durante una entrevista posterior, Fernanda corrió a avisarle que su esposa lo estaba llamando y que era un asunto urgente.
Guillermo tomó su teléfono y caminó hasta la acera para hacer algunas llamadas. Minutos después, cuando regresó, estaba con el temple intacto, pese a que le acababan de dar la noticia de que uno de sus hijos se había accidentado en motocicleta.
“¿A qué me lleva a mí la terapia? A ver las cosas de una forma normal. El neurótico todo lo lleva a los extremos. Aquí empezamos a encontrar el sano juicio”, dice.
El peso del estigma
Animarse a poner un pie en los grupos de Neuróticos Anónimos no fue sencillo para la mayoría de quienes hoy se denominan recuperados.
Tal es el caso de María –nombre ficticio–, quien desde su infancia había arrastrado complejos de fealdad y baja inteligencia, a los que se fueron añadiendo dificultades para socializar, dependencias enfermizas de sus parejas, vacíos afectivos, resentimientos con Dios y miedo al abandono.
Alguna vez, un familiar le había espetado: “Usted está loca. Vaya a Neuróticos Anónimos, ahí la curan”.
María había intentado solucionar sus problemas con psicólogos y psiquiatras, con homeopatía, lecturas del tarot, macumba (brujería africana muy utilizada en Brasil) y hasta con baños de pétalos de rosa.
Un día de tantos, sus hijos la pusieron entre la espada y la pared y le dieron un ultimatum para solucionar sus problemas de carácter. “Llegó un momento en que ya me paralizaban las emociones”, dice.
María admite que al inicio le daba mucha vergüenza que alguien la viera entrando por la puerta del grupo de N/A. “Yo iba a un grupo que quedaba por donde pasaban las busetas de Heredia, y esperaba hasta que no viniera nadie para clavarme.
”De hecho, yo pasaba por ese lugar todos los días cuando venía del trabajo y decía: ‘Ay, si yo abro la puerta de ahí seguro me sale un loco. Por eso yo no iba, porque hay un estereotipo con respecto al neurótico”, cuenta ahora, con una casi perenne sonrisa en el rostro.
Crudos relatos
“En Neuróticos Anónimos es donde yo he visto los milagros. Yo sé que esto es un hospital para mí”, dice Jorge, quien llegó al programa en 1984 y por eso asegura que apenas tiene 30 años de vida (tiene 67, en realidad).
Su historia comienza en un “hogar neurótico”, según sus propias palabras. De niño, recuerda, su padre le propinaba castigos severos, como amarrarlo a un poste para pegarle con un mecate, o embarrarle chiles jalapeños en la cara.
Desde la escuela, sabía que era distinto a los demás. Se había vuelto temeroso y era un blanco fácil de las burlas de los otros niños.
A la edad de 9 años, un tío lo llevó a presenciar sexo con animales y poco después tuvo su primera experiencia, algo que, según explica, hizo que se le desbordara la lujuria. Pasaron solo algunos años para que también se convirtiera en víctima de agresiones sexuales por parte de un primo.
Nunca había sido atendido por un médico hasta que un día, en el trabajo, le sobrevino un dolor de cabeza fuerte y un brote en la piel. Sus compañeros lo encontraron así, encerrado en un baño.
En el hospital Calderón Guardia le detectaron neurosis crónica (de hecho, es de los pocos en N/A con ese diagnóstico médico) y fue ahí donde comenzó su viacrucis a través de decenas de consultorios y que culminó con dosis excesivas de medicamentos y un problema serio con el licor. Todos eran “alivios pasajeros”.
En 1984, tuvo un lío laboral porque había robado algunos artículos de su trabajo y sabía que lo iban a descubrir. “Sentí tal pánico, que me quedé mudo”, explica. En cuestión de tres días, pasó por tres hospitales, pero ningún médico le atinaba a la razón que lo tenía tan alterado.
Un día después, en su casa, encendió el televisor y se quedó prendido de los ya extintos Comentarios con el doctor Abel Pacheco . El psiquiatra –y ahora expresidente de la República– estaba hablando ese día sobre las agrupaciones de Neuróticos Anónimos, y Jorge se sintió identificado con los síntomas que Pacheco enumeró.
Le tomó cuatro años poder subir a la tribuna para hablar de sus propios sufrimentos, y tres años más tarde logró abandonar la medicación. “Neuróticos Anónimos me devolvió la vida que nunca tuve”, asevera.
A su lado, en el comedor de la sede de N/A que se localiza en el tercer piso del edificio Trejos, en San Jos, Nautilio –otro recuperado– comenta que la neurosis es “la experiencia más dolorosa que un ser humano pueda experimentar”.
En un domingo (los días que más odiaba), recuerda haberse tomado 56 gotas de Clonazepam para intentar paliar el dolor y la angustia que poco a poco lo iban consumiendo por dentro.
Nautilio entendió que se había convertido en un “ indigente emocional” cuando se casaba un familiar y él iba a ser el padrino. “Yo recuerdo que uno de mis hijos me dijo: ‘Papi, no es por nada, pero a mí me da como penilla que usted vaya así. Pobrecita mami. Vea que abandonado que está, sin dientes, todo lleno de barba... ¡se ha avenjentado tanto!’”.
Luego de tan directas palabras, este agricultor sacó una cita con un dentista y, mientras esperaba para ser atendido, leyó un panfleto con información de Neuróticos Anónimos.
Mientras daba sus primeros pasos en el programa, admite haber sentido deseos de morir, tanto, que una vez dejó de comer durante cinco días completos. Ya no depende de fármacos, y cualquiera que lo ve ahora, jamás imaginaría por lo que pasó.
Tampoco sentía deseos de vivir Manuel, un hombre al que se veía reducido por un inmenso sentimiento de soledad, pero que ni siquiera estaba consciente de que lo suyo era una depresión.
“Antes, yo me la jugaba solo y buscaba ayuda por todas partes, pero nunca la encontré”, dice. “Probé con la psiquiatría, con medicamentos y con la religión y nada me dio resultado”.
Manuel se enteró de la existencia de Neuróticos Anónimos a través de la televisión. Una de las personas que estaba dando información sobre los programas era Guillermo H. Lo que no sabe Manuel es que esa era la primera vez que ese compañero aceptaba públicamente que padecía de neurosis.
“Llegué muy mal, muy enfermo, con una depresión muy fuerte. Me costó mucho aceptar que era neurótico” asegura Manuel, quien había comenzado a experimentar ataques de pánico tras dejar el alcohol, su principal válvula de escape. “Tenía miedo a todo y a nada; no sabía ni a qué”.
“Yo no digo que estoy recuperado porque el programa es para toda la vida. Ahora me viene un miedo y acepto que tengo ese temor, pero ya no es irracional”, comenta Manuel.
Su esposa tardó un año en enterarse de que él asistía a estos grupos. Durante meses, ella le había cuestionado por qué salía todos los días en la noche y regresaba tan tarde, hasta que un día le descubrió los libros que tenía escondidos. Para su sorpresa, los cambios en su actitud habían sido tan evidentes, que ella lo apoyó.
Hoy lo sabe su familia, pero evita que lo sepan sus amigos, sus empleados y los miembros del grupo cristiano al que pertenece. “No me van a entender. Como el programa es anónimo, prefiero no hacer ningún comentario y seguir con mi vida normal”, explica.
Su compañera en N/A, Fernanda, también siente temor de decirle la verdad a su nueva pareja. Han pasado cuatro años y medio desde que su primer novio la obligó a ir al grupo y, desde entonces, ha visto cambios significativos en su vida, como haber dejado atrás la bulimia, la incapacidad para experimentar un orgasmo e, irónicamente, la dependencia del sexo para llenar sus vacíos.
Pese a que aún le preocupan los estigmas y, por momentos se le notan algunas inseguridades al hablar, resalta la mayor de las ganancias que obtuvo luego de aquel día en que había aceptado la derrota ante la depresión que la horadaba: “Empezar a sentir tranquilidad no tiene precio, porque uno, como enfermo, no sabía qué era la tranquilidad”.