1969: Así vivió un niño de Tilarán el alunizaje del Apollo 11

El periodista Víctor Hugo Murillo tenía 10 años cuando ocurrió el alunizaje

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Con el lanzamiento de Apolo 8, en diciembre de 1968, me enganché con ese programa espacial estadounidense. Me volví un devorador de noticias sobre el asunto. De manera que viví el vuelo de Apolo 11 con tanta emoción como la grandiosa participación de la Sele en el Mundial de Brasil 2014.

Aquel domingo 20 de julio de 1969, tuve un olvido que me reproché: no escuché la transmisión radial de La Voz de los EE. UU. (VOA) del descenso del Águila en la superficie selenita. Pues resulta que me fui al Cine Flaqué, en mi Tilarán, a una sesión de matinée. Cuando volví, me dijo mi mamá: “Te perdiste el aterrizaje del Apolo. Ya llegó”. Ni modo.

Eso sí, el siguiente momento histórico no se me iba a ir en blanco.

Pasadas las 8 p. m., ya estaba este carajillo (de 10 años) sentado en un sillón de la sala de televisión de la casa cural. El querido padre Héctor Morera (luego, segundo obispo diocesano) abrió las puertas a todo aquel que quisiera ser testigo de un acontecimiento inédito en la historia de la humanidad: ver dos personas caminar en la superficie de otro cuerpo celeste.

Crecía mi expectación y no despegaba los ojos de la pantalla del tele. Me angustiaba la posibilidad de que, por un problema técnico, no pudiese ver lo que tanto anhelaba. Y no era en vano el temor: en Costa Rica del despegue de Apolo 11 no se pudo ver en vivo.

Entonces, nuestro país no contaba con una estación terrena rastreadora de satélites, necesaria para bajar la señal y distribuirla a los canales de televisión. Esa se captaba en una estación que tenían los gringos en el cerro Ancón, Panamá, en la antigua Zona del Canal. De allá, se enviaba por medio de enlaces de microondas (como el que existe en el cerro San José, en Líbano de Tilarán) hasta la central telefónica internacional del ICE en San Pedro, Montes de Oca y, finalmente, a las televisoras.

Ah, qué alivio sentí cuando en el tele apareció la señal desde Houston.

Y después, una imagen que sigue viva en mi memoria como si fuese hoy: un bulto blanco, a veces difícil de distinguir por la calidad de la señal (Live from the Moon, se leía en un cintillo). La figura bajaba lentamente por la escalinata del módulo lunar. Tras una pausa, durante la cual el hombre (Neil Armstrong) parecía dudar, un saltito final desde el último peldaño al suelo. ¡Un ser humano ponía pie en otra superficie que no era la de la Tierra!

Entre quienes observamos a Armstrong y Buzz Aldrin caminar, plantar la bandera de EE. UU., instalar instrumentos y recoger rocas estaba una estadounidense: Sister Lucian, una monja que dirigía el Instituto Tilaranense de Educación Familiar (ITEF), un colegio para señoritas que funcionó durante varios años. Sister Lucian no lo pensó para ponerse de pie y cantar el himno nacional mientras sus compatriotas desplegaban la enseña de barras y estrellas.

Fueron unas dos horas y medias de emociones que a este chiquillo, recién huérfano de padre y cuya abuela paterna había muerto apenas dos días antes, se le quedaron para siempre en su “disco duro”.

¿Tendré oportunidad de ver otra caminata lunar? ¡Quién quita un quite y sí!