Gente en bici: El chamo que huyó de Maduro, se hizo saprissista, alertó de una tragedia y pedalea al trabajo

Su espíritu inquieto le ha permitido encontrar y mantener trabajo, alertar al 9-1-1 de una tragedia, decidirse por un equipo y ganar amigos; todo, en un año.

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Nació en Sudamérica en 1976. La capital de su país está en una latitud más al norte que San José. A los nueve, aprendió a andar en la bicicleta de su primo.

A los 11 años se independizó de su hogar para recibir formación militar. Paralelamente, a los 12 trabajó y ahorró. A los 13 se compró su primera bici.

Caracas, Táchira, Madrid, Tenerife, San José, Guanacaste, Roma, Lisboa, Quito, Santo Domingo, Punta Cana, Barquisimeto, Cartago, Maracaibo. ¿Dónde no ha andado?

Aviones, buses, carros, motos, bicicletas, lanchas, barcos, botes, a pie.

Una, dos, tres hijas.

Castro: el apellido de su padre; Oropeza, el de su madre; Santomauro, el de su esposa.

—Chamo, yo creo más en el trabajo: súdalo, trabájalo, vívelo. Me recalca Robertson con mucha convicción.

—Si Venezuela fuera una bicicleta, ¿cómo la describe?, le pregunto a este nuevo vecino de Concepción, La Unión desde abril de 2017.

—Es una ‘mountain bike’. Es doble suspensión, por los altos y bajos.

Así la visualiza desde las sillas del patio de su trabajo en el corazón josefino. Su mirada nostálgica se dirige hacia el este, donde su natal Caracas está, según Google, a 1.880 km.

—¿Por su geografía?, le pregunto.

—Tiene desierto, páramos, sabanas, cataratas, playas. ¡Es un paraíso! Esa bicicleta tiene una transmisión 2x11 en XT (una línea top en componentes).

—Entonces, ¿es idóneo que, por las cuestas, sea eléctrica?, cuestiono.

—No, no hace falta que sea eléctrica. Es mejor sudarla (y lavarla).

Sabe que es una gran bicicleta y, a pesar de estar embarrialada, “tiene reparación”.

La cadena, el piñón y los pasadores están sucios y el aceite no se le ha cambiado. Se juntó con arena, polvo, tierra, piedrilla, zacate y hasta algo de cemento fresco.

Los anteriores son factores que empeoran su buen funcionamiento.

Por más gasolina que abunde, esa grasa está muy pegada y no permite que Robertson y millones más como él avancen y hagan de la vida una carrera recreativa en honor a la libertad y al progreso.

De momento, se mueve y ha andado por el mundo.

Actualmente, su mundo es Costa Rica, la patria de su pequeña hija Loredana. La tierra que él eligió a los nueve años para exponer ante sus compañeritos de escuela porque le atraía el nombre.

Antes de asentarse aquí con su esposa y dos hijas, ya había estado por cuestión laboral. La informática se le mezcló con una cadena hotelera de gran prestigio, por lo que se desplazaba entre la Sabana y playa Conchal para ganarse su dinero.

Saprissa

Un día, sus compañeros ticos del hotel lo invitaron para ir a disfrutar de un partido de fútbol entre Saprissa y Heredia en el antiguo Estadio Nacional.

—Como todos ellos iban con Heredia, chamo, yo les dije: “ah, pues yo voy con Saprissa”.

—¿Conocía el fútbol de aquí?, le pregunto.

—Había escuchado de Wálter Centeno con la Selección y me gustaba su juego.

—¿Qué le decían sus amigos?

—Ah, disfrutamos mucho el rato y trataban de hacerme florense. A pesar, de que Saprissa perdió y tras la insistencia de mis amigos, decidí ser morado.

Alegre. Una palabra que describe a Robertson.

Sus 20 kilómetros diarios para trasladarse entre su casa, en Concepción, y su trabajo, en el centro de San José, son una continuación de lo hecho en Venezuela. Allí, pedaleaba 4 km de más.

“No pierdes nada. Ganas amigos, tiempo y salud”, afirma.

Lo hace porque le gusta y con mucha frecuencia: por lo general siempre que pueda entre lunes y viernes. Solamente deserta cuando la otra mudada para pedalear sigue secándose sobre el tendedero de su hogar.

Recalca la importancia de culturizar tanto a choferes de vehículos como a los mismos ciclistas. Hay que “crear cultura para que no parqueen, caminen o corran sobre la ciclovía. Crear cultura para que el ciclista ande muy visible, con buenos focos y material reflectivo; para que alcen el brazo cuando van a doblar o que vayan en fila india”.

El sábado es el día en que definitivamente deja la bicicleta en su casa para poder hacer algún mandado después de la jornada.

Uno que otro sábado, algún compañero le dice que vayan por un fresco y que se comen algo.

—Chamo, ¿querés ir por una birrita?, le pregunta algún compañero.

—Oye chamo, me encantaría pero todo el salario se va con mucho amor para la casa, le responde Robertson.

—¿Pero quién te está preguntando que si tenés plata?, le responde el amigo.

Robertson, le agradece mucho a sus compañeros. “Esto es una familia. Nos bromeamos, peleamos, reímos, jugamos, lloramos, compartimos momentos felices y no tan felices”.

Asegura que no hay alguien con quien haya hablado que no le hubiera dado palabras de aliento. Dejar la tierra natal no es fácil. Mucho menos como sucede allá.

“La cosa se puso color de hormiga” en Venezuela, su esposa se graduó en Farmacia y decidieron abandonar la dictadura.

Un cartón de huevos cuesta dos tercios del salario base. Vivir se convierte en sobrevivir.

Su hija mayor Sophía está feliz en la escuela Fernando Terán Valls, en Concepción. Ella, al ver la afición de su padre por el equipo tibaseño, decidió seguirle sus pasos.

—Papi, ¿ese equipo que te gusta es Saprissa?

—¡Sí, mi amor!

—Pues, yo también lo seré. Además, empieza con ‘S’, igual que mi nombre.

A este hogar se les facilita la atención que le prestan a Loredana en el CEN-Cinái de Tres Ríos, mientras su esposa busca trabajo para poder dar abasto.

En Ciclo Boutique, este chamo hace de todo. Por su formación profesional, realiza soporte técnico en computadoras, teléfonos y dispositivos para bicicletas. Apoya con el sistema de video del local, hace de electricista y bodeguero.

Atender clientes es una experiencia única en su diario vivir.

—Un día vino un señor que jugó tenis durante toda su vida, pero ahora tenía muchos años de haber abandonado el deporte.

—¿Se compró una bicicleta?, le pregunto.

—Oye chamo, lo convencí de que se llevara una eléctrica. Al tiempo vino y me dijo con ella sentía que estaba entrando nuevamente al mundo del ejercicio y me lo agradeció.

Avioneta

Era 31 de diciembre de 2017. Su primer fin de año en Costa Rica. Estaba en compañía de su esposa Claudia, sus dos hijas y la amistad que les ofreció pasar esa fecha tan especial en Guanacaste.

Era el mediodía y en playa Corozalito se sentía mucho viento, recuerda Robertson.

Detrás del sitio turístico donde se encontraban hay una pista de aterrizaje. Se trata del Aeropuerto Punta Islita.

—Chamo, estábamos planeando qué íbamos a comer y beber por la noche. Hablábamos de todo. Muchos planes. Sabíamos de la pista estaba a escasos 300 metros de nuestras espaldas.

—¿Era la avioneta...?, me cortó la pregunta.

—Sonaba como que la pista le sería mucho más larga. Yo dije: “algo pasa allí que no va a alzar vuelo”. Inmediatamente, se dio el estruendo.

—¿Qué hicieron?

—Todos corrimos. Yo fui uno de los primeros en llegar y ver una avioneta en llamas. Solo dije “Dios mío”. Agarré el celular y llamé al 9-1-1.

¡Usted estuvo en la tragedia de Punta Islita!, le dije.

—Chamo, hoy estamos, mañana no sabemos.

Robertson Castro Oropeza se mueve. Todos los días entra a las 9 a. m., pero, por lo general, llega a las 7 a. m. Su viaje al ciclo es de bajada, por lo que casi no suda. Se cambia de ropa. Se estabiliza un rato. Toma su celular y abre una aplicación para aprender idiomas.

Más inglés, algo de italiano, portugués y alemán. De algo le han servido para cuando llegan clientes que hablan distinto.

Es consciente de que las cosas cuestan. Sueña, junto a Claudia, tener una casa propia. Se esmera por darlo todo en el trabajo, en la casa y en la calle. No le gusta que le den el pescado. Prefiere que le enseñen a pescar.

“Lo que te cuesta, lo valoras, lo respetas y lo defiendes”, finaliza.

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