Si las perspectivas del crédito al sector privado ya lucían borrascosas para el próximo año debido a las crecientes tasas de interés, las restricciones al financiamiento en dólares y el voraz apetito del Ministerio de Hacienda, ahora hay que agregar el efecto emocional que podrían tener las investigaciones del llamado “cementazo”, sobre el sector bancario.
Las indagaciones y allanamientos que llevaron a prisión al gerente general del Banco de Costa Rica (BCR) y a cinco funcionarios más de esa entidad, pueden servir de acicate para buscar estándares de autorregulación más altos en el sistema financiero, aunque el estupor mal canalizado también provoca parálisis o aletargamiento. Sin embargo, en general, espero que de ocurrir esto último, sea un cambio de marcha pasajero.
El mismo gerente interino del BCR, Eduardo Ramírez, anunció que el Banco pretende ser más riguroso con el otorgamiento de créditos empresariales. En otro contexto y en diferentes circunstancias hemos visto como un sismo en una empresa o industria, viene seguido de una fuerte revisión en las normas de conducta de todo el mercado: ejemplo claro ocurrió luego de la crisis subprime, luego de la cual se aprobó la ley Dodd-Frank (2010) para, entre otras cosas, controlar mejor las prácticas bancarias en Estados Unidos.
Por eso es normal –y hasta deseable– que el caso del BCR sea analizado con detenimiento dentro y fuera de la actividad bancaria. Las fisuras en la estructura de gobierno corporativo que permitieron las posibles anomalías en el trámite de los créditos otorgados a la empresa Sinocem, para la importación y nacionalización de cemento chino, bajan desde las esferas políticas, externas al Banco, y atraviesan la alta gerencia, los mandos medios y los ejecutivos.
Los directivos, las gerencias, las auditorías internas, los comités de riesgo y crédito, así como los ejecutivos encargados de seguimiento y desembolso tienen mucho que extraer de las detenciones ordenadas por la Fiscalía. La fractura aporta lecciones para todos.
Cada persona puede repasar los alcances de la responsabilidad de su puesto en el entramado bancario, y autoevaluar su capacidad para lidiar con las presiones internas y externas que llegan desde las jefaturas o, incluso, de clientes relevantes. Además, estar más atentos para detectar el conflicto de interés, así como promover mecanismos internos que permitan denunciar actos irregulares sin temor a represalias (los llamados whistleblowers, en la normativa estadounidense), pueden ser herencias valiosas de esta reflexión.
Prácticas que tienden a verse normales, como refinanciar a un cliente en problemas para evitar, de manera artificial, que caiga en incumplimiento de pagos (con todo lo que esto conlleva), deben tratarse con rigurosidad en todos los niveles de la gestión del crédito, y compensarse con una mejor selección inicial del riesgo: si el abuso de este tipo de figuras sobreviven en un banco es porque hay cómplices que las permiten.
No obstante, insisto en que luego de esta reflexión la respuesta puede tomar la forma de nuevos lineamientos internos más rigurosos, mayor supervisión y actitudes individuales aprensivas que entraban la creación de nuevos productos financieros o el desarrollo de los ya existente. Ese es el “efecto BCR” que no debería ser, pues eleva los costos de intermediación y propicia mayor informalidad financiera.