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“Muchacho, usted no tiene ni idea de cómo se escribe una novela”, le dijo Tertu, el modelo original del Emperador Tertuliano, a Rodolfo Arias Formoso, allá por 1990, cuando este le mostró el manuscrito inédito de su primera novela: El Emperador Tertuliano y la Legión de los Superlimpios .
Claro, esa desaprobación inicial era de esperarse porque esta novela no se parece en nada a ninguna otra novela publicada antes o después de ella; es única.
Producto de la bendición que era que al novel autor no le importara si algo era permitido o no en literatura, y más bien siguiendo el mandato sagrado de decir lo primero que se le venía a la cabeza y sonara divertido, el Emperador Tertuliano es un aluvión de viñetas diminutas que retratan la vida de un grupo de burócratas, en este caso la Legión de los Superlimpios, cuya cotidianidad es la “pulseada”.
La Legión y su periferia comprende a no pocos personajes inmediatamente reconocibles (El Roco Estándar y su homólogo, la Pollo Hermoso, el Típico Calvo con Bigote, un tal Onario, la Barbie Quiu, el Asceta Minofén, el Jefe AntiTertulio) que, no por tener nombres caricaturescos, dejan de ser profundamente humanos.
Si Rodolfo Arias hubiese retratado a la Legión de un tono diferente, habría sido difícil que hubiese podido evitar las gemelas trampas mortales de la novela del siglo XX: el sentimentalismo y el aburrimiento del realismo social que busca la denuncia.
Por fortuna para él y para todos nosotros, Tertuliano está escrito con el humor y el cariño que le permite a todo el mundo reírse de sus desgracias para amainar el dolor que estas producen.
En El Emperador , la vida de los personajes es una caravana incesante de pequeñas calamidades: embarazos inesperados, ascensos frustrados, encontronazos con el jefe, enfermedades del cutis, malestares estomacales debidos a las birras ingeridas en el Restaurante Kue Chon.
La narración rebota entre el pachuco, el habla de todos los días y el monólogo interior sin puntuación, y nos lo presenta todo de un modo tan cercano e íntimo que no podemos menos que reconocernos en estos hombres y mujeres que luchan en esa guerra de baja intensidad que es el día a día en la ciudad.
Parte de lo que hace de esta novela una lectura tan deliciosa radica en la capacidad asombrosa, incontenible, de Arias de retratar un mundo a través de sus discursos.
Aparte de la voz que nos narra, entre chistes y juegos de palabras, las peripecias de la Legión, escuchamos además, constantemente, casi como cuñas de radio, las instrucciones de un secador de manos, el ditirambo motivador de un calendario, el discurso del póster de la Segunda Declaración de La Habana, el diálogo radial de un taxista y su despacho, el diálogo cursi de una miniserie de televisión, la prédica de un evangelizador, las reglas mínimas para usar un sanitario público, los recuerdos del público a la progenitora del árbitro, la desgastada perorata y los eslóganes huecos de los políticos.
Tal es la proliferación de habladas, acentos, dialectos, copias y extractos, que Arias Formoso casi no necesita describir físicamente las cosas: las comprendemos de oídas. Por el sonido reconocemos el taxi, la mesa de formica del restaurante, el escritorio con la bola de ligas y el imán con grapas del burócrata, y la casita enrejada a la que se regresa en bus todos los días.
En el prólogo de esta segunda edición se dice que esta novela forma parte de una generación de utopías agotadas que ya no encuentra abrigo en sueños comunes de un mundo mejor.
Sin embargo, cualquiera que lea Tertuliano se dará cuenta rápidamente de que, a pesar de la aspereza de la vida con sueldos ajustadísimos y obligaciones aplastantes de los legionarios, esta es una novela de esperanza.
Sin esa esperanza, esta novela livianísima sería muy pesada y no sería posible ese final en el que el Emperador sube la montaña para mirar la ciudad, simbólicamente herida a sus pies, prometiéndose jugársela de palo a palo, como un vikingo, y remontar cualquier obstáculo que el destino le tenga en reserva.