La futura habitación de las trillizas está todavía en la fase de obra gris. Cada tarde, las brumas y el frío se filtran por los agujeros cuadrados donde algún día habrá ventanas. Un montículo de piedrillas se levanta sobre el piso de cemento a medio chorrear y una pulidora de disco yace solitaria sobre un par de maderos quebradizos.
La construcción está varada. Permanecerá intacta hasta que la familia no pague los ¢6 millones que le adeuda a una cooperativa local por un préstamo para la compra del lote. La pequeña casa color papaya se asoma con timidez en una loma de Vuelta de Jorco, Aserrí, donde viven hace tres meses los Chavarría Padilla.
María Fernanda, Stephannie Viliana y Stephanie Paola no recuerdan cómo era la casa a la que llegaron hace 15 años, días después de haber nacido de forma prematura.
El 18 de agosto de 1995, la joven Karla Chavarría Padilla dio a luz en la antigua Maternidad Carit. La progenitora tenía 14 años, y en aquel entonces vivía en una morada de paredes de madera y techo de zinc.
Los achaques comenzaron desde los cinco meses de embarazo y el parto fue a los siete.
“Yo lloré cuando supe que eran tres bebés y no solo uno”, comenta la abuela María Rosa Padilla, al recordar el día en que recibió la noticia de boca de la mayor de sus hijas.
En su momento, el parto múltiple fue noticia. La madre soltera, adolescente y de pocos recursos, vivía en condiciones de hacinamiento, y la salud de las recién nacidas era frágil. La primeriza no lograba amamantarlas y la fórmula para prematuros se salía de las posibilidades económicas de familia.
Se acercaron empresas privadas con patrocinios y donativos, y un programa de beneficencia les obsequió una casa en Potrerillos de Aserrí. Todo eso es hoy historia, menos los padecimientos respiratorios que acompañan a las menores desde sus primeros días de vida.
La casa donada se vino abajo con los violentos aludes del 2010 y la familia fue reubicada por necesidad, no por voluntad, pues estaban en zona de riesgo. Luego se hospedaron temporalmente en un albergue hasta que consiguieron una casa gracias a un bono familiar para hogares con menores de edad.
Más allá de la vivienda, muchas cosas han cambiado en los 15 años de vida que tienen las trillizas. Su madre ya no está presente en el hogar: cuando tenían seis años, las dejó en manos de los abuelos, María Rosa y Álvaro Chavarría. “Aunque ella fue la que nos trajo al mundo, para nosotros mami es mi abuela”, dice una de las tres.
Stephannie Viliana, Stephanie Paola y María Fernanda compartieron útero hace una década y media. Ahora comparten un cuarto estrecho donde dos de ellas deben hacerse un puño para caber en una de las dos camas disponibles.
En la casa viven siete personas. Las tías, Paula y Tatiana, hacen la función de hermanas mayores. El abuelo es jornalero y es el único que trabaja. Cuando llueve, regresa temprano a la casa y sin los ¢6.000 que obtiene por día laborado.
“Imagínese, cuando nos compran algo tienen que comprar todo por tres: tres pares de zapatos, tres camisas, y así”, añade Stephanie Paola.
Cada mañana, las trillizas se ponen de acuerdo para elegir las prendas que vestirán ese día, pues les gusta andar con los mismos colores. Quien las ve diría que lo hicieron para estas fotos, pero no es así: siempre se ven iguales.
El trío es afable, atento y risueño. Ser trillizas tiene sus ventajas, dicen ellas: siempre tienen con quien jugar, estudiar o perseguir a los terneros del vecindario. Por otro lado tiene sus inconvenientes...
Los días de colegio, cada una de las hermanas lleva ¢500 para la merienda y el almuerzo. “Vea, con ¢200 nos compramos una empanada en la mañana, almorzamos con ¢250 y con los ¢50 que nos sobran compramos un bombón o algo así...”, detalla María Fernanda, la mayor de las tres, quien se diferencia de sus hermanas por el color del cabello (más castaño) y por ser la más alta del trío. Quiere ser científica y modelo. Desde que nació padece asma, lo que le impide hacer deporte.
“El domingo pasado la tuvimos que sacar de aquí con tanque de oxígeno”, cuenta afligida la abuela. Lo poco que las jóvenes conocen de San José es lo que han podido observar cuando las trasladan a algún hospital capitalino para tratarles el asma que las aqueja constantemente.
Pero el camino hasta la ciudad es caro. Por eso, las trillizas casi no conocen lo que hay más allá de su vecindario y del Liceo Vuelta de Jorco de Aserrí, donde cursan el octavo año.
“Viera qué buenas estudiantes son”, dice la abuela orgullosa. “Cómo he batallado con ellas, se me ha hecho muy difícil. Pero he podido sacar el hombro por ellas, porque a la mamá ni le suman ni les restan”.
La narración la continúa la hermana del medio, Stephannie Paola, quien escribe su nombre con doble “n”. “Un día, la abuela le dijo a ella que escogiera entre el esposo y nosotras... y se fue con él”. Ahora Karla, la madre, vive a escasos 300 metros de sus retoñas pero la comunicación, aseguran, es muy esporádica.
“El único sueño que tengo por el momento es que terminemos de pagar la casa, porque mi abuelo debe pagar ¢100.000 mensuales y no alcanza. Ojalá nos pegáramos el gordo”, suspira.
La tercera en llegar al mundo, Stephanie Viliana o
“Yo quiero ser economista”, asegura antes de hablar de su pasión por la literatura y contar que está cerca de terminarse
Las diferencias físicas entre María Fernanda y sus dos hermanas comenzaron a verse desde que estaban pequeñas.
“Cuando seamos grandes, nosotras dos queremos vivir juntas”, aseveran las hermanas que llevan ‘Stephanie’ como primer nombre.
“A nosotras nos pasa que si a una le duele el estómago, a la otra también le duele. Si una tiene apendicitis, el malestar lo siente la otra, y así...
“Ella (María Fernanda) siempre ha tenido intereses diferentes a los de nosotras. A ella no le gusta llenarse de tierra y no le hacen mucha gracia los animales, a diferencia de nosotras”, dicen.
Aquello parece un granja. Dos perros ladran desde la parte trasera de la casa. Los pericos de amor se asoman tras las barreras de su pequeña jaula, y el gallo hace de las suyas donde duerme con los pollos. Un conejo y una gata completan la orquesta animal.
Los parajes de Vuelta de Jorco se convierten en los sitios de deleite durante los ratos de ocio de las jóvenes trillizas.
El televisor de la casa se enciende solo durante las horas de las noticias. Las pequeñas prefieren el verdor del vecindario que los aparatos de la modernidad.
“En el colegio a veces nos mandan tareas para las que necesitamos Internet, pero nosotros con costos podemos usar una computadora. Cuando no queda más, vamos a un café Internet que hay ahí arriba y pedimos ayuda”, cuenta María Fernanda.
Tampoco tienen celular y no está entre sus prioridades poseer uno. “Mis compañeros sí tienen, pero ¿usted cree que nosotros podemos tener? No.”, agrega
Hace años, la familia de las trillizas de Aserrí dejó de percibir la ayuda económica de las empresas privadas que alguna vez les tendieron la mano.
Hoy, las muchachas solo saben que lo mejor que pueden hacer por su futuro es graduarse y convertirse en profesionales. “Después de eso a mí me gustaría conocer Brasil”, asegura