Un cambio hacia una verdadera cultura de desarrollo

América Latina sigue siendo alérgica a emprender su examende consciencia

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Extractos del discurso ante el Samuel P. Huntington Memorial Symposium State University Higher School of Economics Moscú, Russia. 24 de mayo, 2010

Con muy pocas excepciones, los países latinoamericanos son los que han luchado durante más años, desde el momento de su Independencia, por alcanzar el umbral del mundo industrializado. Ha transcurrido tanto tiempo desde el nacimiento de nuestros Estados, que nuestros líderes han perdido el derecho a recurrir a los demás como excusa para justificar sus fracasos.

Es cierto que hay potencias que han intentado influir, y en efecto han influido, en los designios de nuestros pueblos. Pero esa es la historia de todo país en el mundo. Repartir culpas y buscar enemigos es muy fácil. Lo difícil, pero también lo esencial, es reconocer nuestra propia responsabilidad en el curso de la historia.

Y hasta el momento, América Latina sigue siendo alérgica a emprender ese examen de consciencia. Nuestra región sigue siendo un muestrario de lemas nacionalistas y diatribas antiimperialistas; una caterva de generales y comandantes dedicados a librar guerras contra espejismos y amenazas extranjeras imaginarias.

La victimización sigue siendo el sentimiento de mayor venta en nuestro catálogo, y nuestros Gobiernos siguen siendo expertos en inventar pretextos y justificaciones, en lugar de rendir resultados. El precio que pagamos por la reluctancia a encarar el espejo, es el de una población cada vez más desilusionada de la política, y cada vez más cansada de las palabras huecas y las promesas vacías.

Solucionar este estado de cosas, pasa por una transformación cultural que nos exige, entre otras cosas, que seamos capaces de abrazar el cambio, de apoyar a los emprendedores, de generar confianza y de mejorar la eficiencia de nuestros aparatos estatales.

Resistencia al cambio. Otras veces he dicho que creo que América Latina es la región del mundo que más se resiste al cambio. Nuestros dilemas políticos no consisten en dilucidar cuáles son las mejores políticas públicas para alcanzar objetivos específicos, sino cuáles son las mejores ideologías para proteger las tradiciones que nos han sido heredadas de caudillos remotos.

Ese impulso conservador no nace de un afán por preservar el statu quo, sino de un temor a lo desconocido, de un desmedido interés por proteger privilegios establecidos, y de un gran sentido de la pérdida, incluso la pérdida de circunstancias que nos resultan desagradables o adversas. Nos aferramos incluso a nuestros dolores, porque no queremos perder las certezas de nuestro presente, en la apuesta por un futuro incierto.

El temor a lo desconocido es consustancial al ser humano. Es natural que lo ignoto nos genere ansiedad y expectación. Pero en América Latina, ese temor es paralizante. No solo genera ansiedad, sino que genera catatonia. Y esto se agrava ante el hecho de que nuestros líderes políticos no han desarrollado la paciencia y la destreza necesarias para acompañar a los pueblos en los procesos de reforma, informándolos y guiándolos.

Nuestro temor al cambio se une a un afán por proteger privilegios establecidos. Las prerrogativas del gremio educador, por ejemplo, han permitido que, en muchos países latinoamericanos, sean los maestros y los profesores los que decidan cuánto quieren trabajar y qué quieren enseñar en las aulas.

Lo mismo sucede con algunos concesionarios y contratistas del sector privado que, a punta de prebendas y transacciones indebidas, han brindado servicios de mala calidad a algunos Estados, durante décadas, sin temor a la competencia.

La inamovilidad de nuestros funcionarios públicos también conspira contra nuestro desarrollo, pues nuestro servicio civil premia, con aumentos salariales automáticos y ascensos laborales, a quienes no hacen más que decir que “no” desde sus escritorios.

Esto impacta muchos ámbitos de nuestra economía, pero en particular afecta nuestra capacidad de apoyar el emprendedurismo. En América Latina somos suspicaces frente a las nuevas ideas y carecemos de mecanismos efectivos para apoyar proyectos innovadores.

Quien quiere desarrollar su propia empresa en nuestra región, debe empezar por lidiar con una maraña de trámites y requisitos que no solo son costosos en términos económicos, sino también en términos anímicos. Hay pocas opciones de crédito para los emprendedores, poca protección legal y pocas ofertas académicas.

Ningún proyecto de desarrollo puede prosperar ahí donde impera la suspicacia, ahí donde se mira con recelo el éxito ajeno y se trata con reserva el impulso personal. Según el Informe Global de Valores, el nivel de confianza entre los latinoamericanos es de los más bajos del mundo. Sospechamos de las verdaderas intenciones de todos los que se cruzan en nuestro camino, desde los políticos hasta los amigos. Creemos que cada quien tiene una doble agenda y que es mejor no entregar demasiado en los esfuerzos colectivos. Vivimos presos de un gigantesco “dilema del prisionero”, en donde cada quien aporta poco en su afán por cuidarse la espalda.

Confianza. El valor primordial de un mundo globalizado es la confianza. Ya que estamos insalvablemente interconectados, no nos queda más que aprovecharnos de nuestras alianzas y sacar partido de nuestra unión. Los países más capaces de confiar son los países más capaces de desarrollarse, porque pueden programar sus acciones sobre una expectativa razonable de cómo se comportarán los demás, incluido el Estado.

La esclerosis que hasta ahora ha caracterizado a nuestros Estados es la peor trampa para nuestro desarrollo y para la estabilidad de nuestras democracias, porque debilita la confianza de nuestros ciudadanos en la capacidad estatal de solucionar los problemas.

Hacer más fluida la respuesta pública a las demandas ciudadanas, y aumentar los recursos de nuestros fiscos, es esencial para asegurar un cambio hacia una verdadera cultura de desarrollo, una cultura que nos lleve, finalmente, a cumplir las promesas bicentenarias de nuestras proclamas de Independencia.